Hay algo en los desastres multitudinarios que enciende la mecha de mis entrañas. Desde que era niño lo supe, y aunque no había vivido uno con la cercanía de mi propio cuerpo, los libros y documentales me acercaron a la grada más cercana de mi curiosidad. Me pasaba horas con los ojos y la cabeza pegados a la información, a la desinformación, a las fechas y horas, a los monumentos históricos, a las crónicas, las entrevistas, las evidencias, los reportajes, la obra de los videoaficionados; pero lo que más me zumbaba en la mente sobre dichos sucesos, eran las personas comunes, esos civiles que viven la tragedia imperceptible hasta que golpea como un depredador a la destinada presa. Esos huracanes, tsunamis, atentados, esas remisibles bombas, esos terremotos que nos muestran nuestra fragilidad.
A mis 26 años, vi, sentí y viví uno de esos días que cambian el curso de una ciudad y de una humanidad capitalina. La Ciudad de México tiene un estigma en la memoria, un terremoto histórico para el hemisferio que ocupa, que hace 32 años volvería a este país en un manicomio. El evento detuvo a las personas y las arranco involuntariamente de sus vidas. La noticia dio la vuelta al mundo, y todos los ocupantes de la catástrofe se formaron, educaron y crecieron con la cultura del miedo hacia los movimientos telúricos debajo de ellos. Nadie podía culparlos. Cuando diez mil personas desaparecen en el mismo momento, víctimas de un cielo de acero y cemento precipitado, cuando un estadio de baseball se transforma en una enorme tumba pública, cuando el aire que se respira es el rescoldo de los cadáveres, la vida, los miedos y hasta la cultura se modifica, se transfigura.
Con esta pesadilla transmitida de nuestros padres crecemos todos los niños nacidos después de ese 1985 clavado en el corazón de los mexicanos. Escuchamos las historias, las anécdotas de los sobrevivientes, algunos de los cuales eran niños todavía, de nuestros abuelos, los recuerdos de los caídos, y mientras nuestras cabezas se llenan de fuego histórico, el miedo anega nuestras venas, quema por todo el cuerpo. En las escuelas, sin importar él índole de la institución, tomamos una lección universal desde el primer año: cómo actuar ante un sismo. Resilientes, recordamos ese 19 de septiembre, guardamos luto y hacemos simulacros generales desde escuelas, oficinas y parques públicos.
Dos horas habían pasado desde aquel recuerdo conmemorativo, ese simulacro planeado en memoria de la fecha que partió aguas en la Ciudad de México, cuando 32 años después, y contra la probabilidad más exacta, un nuevo terremoto corrompió los edificios, las calles y las vidas de los capitalinos. A las 13:14, el movimiento más temido por los mexicanos llegó a desatar el caos público, despertó a ese monstruo dormido en la memoria y nos recordó la fragilidad tremulante de las grandes ciudades ante la tierra que siempre, ilusos, creemos poseer.
Yo había llegado a la plaza Parque Delta, subí al segundo piso y caminé hacia un centro de atención telefónica. Apenas entré al lugar, el movimiento de la tierra me regresó a los pasillos, me tumbó contra un barandal y me sostuvo con toda su fuerza contra el suelo. Visualicé las posibles salidas, con la mente puesta en el desalojo, cuando los cristales comenzaron a rendirse ante el movimiento, las televisiones, los electrodomésticos, los stands de ropa, todo caía imparable contra el suelo. Los muros falsos se desmoronaban contra los civiles asustados que nos encontrábamos en una segunda planta violenta que no nos dejaba hacer otra cosa que rendirnos a su merced. Ancianos en el suelo sostenidos de bancas, trabajadores usando toda su fuerza para sujetarse de las columnas de acero que bailaban, personas recostadas, en esa posición de seguridad con las manos sobre la cabeza que nos enseñan desde que aprendemos a caminar. Todos esperando el colapso. En mitad de la catástrofe, una señora me tomó por la espalda y me lanzó una invitación asustada a rezar con ella. Siempre he escuchado sobre esa prórroga religiosa obtenida en los últimos momentos de rendición, pero contrario a las advertencias de mi familia creyente, yo no podía quitar mis sentidos del crujir de las paredes, de los gritos apasionados de los que recordaron físicamente la penitencia que como mexicanos, tenemos de nacimiento. Cuando llegó la tregua, el movimiento caótico corrompido entre la gente despertó más fuerte que nunca. Las salidas estaban repletas, las escaleras brotaban animales instintivos buscando sobrevivir, los gritos perpetuos rebosaban el aire. <Sin correr, sin gritar, sin empujar> pero esas lecciones pasan a segundo plano cuando tu instinto busca salir de una mole de cemento herida de muerte. Cuando por fin llegué a la calle, la avenida Cuauhtémoc era un río de gente asustada y alerta. Las llamadas, o los intentos de llamadas, llenaban el ambiente con ese sonido, esas reacciones que ya eran un atisbo de tragedia. Buscando señales de los familiares de lejos, de los hijos que seguían en las escuelas. Corran, corran que huele a gas y hay fuga. El estruendo parece que nunca va a terminar.
Aunque la plaza y mi departamento están separados por solo 15 minutos de recorrido, la tragedia escondida todavía, la sombra destructiva y silenciosa, postergó el movimiento de autos y transeúntes por horas. Ese trayecto me cayó como un balde de agua fría, cuando al encender el radio del carro escuché lo que sucedía en mi ciudad. La escuela se cayó, hay niños dentro. Los multifamiliares se vinieron abajo, hay familias desaparecidas. Las oficinas de la colonia Roma dejaron sepultados a decenas de trabajadores bajo su reciente y devastadora forma. Después del trago amargo de supervivencia, la necesidad por saber de los tuyos crece como una luz en el pecho, te quita el aire de los pulmones. Llamadas que no se enlazan, mensajes perdidos en el trafico invisible de 10 millones de personas desesperadas. La oscuridad se apodera de la ciudad que todavía no recupera sus líneas eléctricas, y viene acompañada de un desasosiego colectivo que cae sobre los citadinos, ahora bañados en la penumbra.
Regresa la luz y la información, las imágenes y los testimonios inundan a los sobrevivientes, que en ríos de histeria tratamos de asimilar. Escuchamos de edificios transformados en sepulcros. Vemos las historias de gentes que por esa coincidencia que vaga como un fantasma sobre todos, salieron de un edificio caído minutos antes, porque habían olvidado desayunar. Tememos escuchar las cifras de los afectados, deseando con los ojos cerrados que el número se detenga, que la estadística no avance.
Pero esa vieja pesadilla plantada en nuestra mente trae un destello más: somos testigos presenciales de la solidaridad que ha caracterizado a México en los desastres que aplastan a nuestra razón, pero no a nuestro orgullo. Un centenar de personas a mano limpia sacando piedras, moviendo escombros, ahuyentando a la muerte. Familias enteras elaborando y entregando alimentos a los solidarios, impregnándose todo de un viento limpio y olvidado. El mayor tumulto de jóvenes mexicanos cargando víveres, arreglando albergues, descargando camiones bajo la lluvia, por la madrugada, haciendo cadenas humanas para acelerar el proceso de reconstrucción de un país lastimado y temeroso, venático e inmarcesible. El más grande proselitismo involuntario del siglo en el país, comandado por una generación que se encontraba dormida. Llegan los rescatistas a suplantar en las labores más duras. La gente asume su papel y se aleja, pero sigue ayudando. Señores con botes de café, con galletas, con aguas y tortas para los rescatistas y brigadistas. Vecinos organizando centros de acopio para las familias más afectadas.
Con ese orgullo arraigado que me dieron mis años de universidad, fui al centro de acopio organizado por los mismos estudiantes en el estadio olímpico. Me conmovió hasta los huesos. La lluvia nos rociaba por la madrugada, pero las labores no se detenían. Un centenar de corazones en movimiento por esa tragedia tan imprevisible. El abigarramiento de jóvenes parecía una comuna perfectamente organizada que había brotado, sin ningún precedente reciente, como una planta en la tierra.
Los días avanzan pesados y tristes, se respira un aire gris y húmedo, pero esa planta no deja de crecer. Las noticias y los registros fotográficos realizados por los mismos ciudadanos nos hicieron enterarnos de la magnitud y la forma en que evoluciona, nos hizo conocer los rescates, los detalles y esas historias que se convierten en quebrantos para el espíritu, pero que provoca una deflagración de ayuda inagotable. Se niega el mito, la leyenda y la historia del egoísmo citadino, del mexicano egoísta y desprendido, de la singularidad de las gentes, asustadas pero valientes, transformadas pero resilientes.
Los ejércitos hacen su parte, los rescatistas ponen su pieza, los civiles encontramos que dentro de nosotros hay juez y parte de esa añoranza de redención. La colectividad empieza a dar señales, el trabajo encuentra su motivo y recompensa. Se levantan los puños hacia el viento helado del cielo, hacia el atisbo de sol cuando amanece, sobre este diamante en bruto que nace, desde ahora y para siempre, sobre la centenaria ciudad resplandeciente.
Semblanza:
Rafael Ramos Alvarado (Ciudad de México, 1991). Administrador de empresas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Guitarrista desde niño, las artes han sido un factor primario pese a la naturaleza diferente de los estudios. Habiendo vivido en 7 ciudades diferentes de México, la diferencia cultural entre Estados y el desarrollo y modernidad del país han sido un factor determinante para su formación.