El rugir salvaje de motos, la greña salvajemente acariciada por el viento, la panza chelera contenida a duras penas por la estrecha chamarra negra de cuero de tuano, lonjas a punto de gritar: libertad, libertad. Los lentes oscuros reflejando el misterio de estos nacientes cowboys de la carretera: la polvareda por estas calles de Diosmuerto de Duranghetto, señal que el mundo se va acabar o del regreso de los motoratones en pleno centro histérico de la ciudad. En camino a las playas de Mazaras. Durango mero punto accidental de su trayecto. Un punto donde bajarse a mear y tomarse una cheve.
Cientos de motocicletos enfundados en kilómetros de piel, de estrechos sacos de mezclillas tapizados de miles de pegostes, medallitas de san judas, y premios de boyscouts: muchachitos en plena adolescencia a sus cuarentacincuenta años, con el paliacate enredado en la calva cholla, malditotes según ellos, peligrosos según los nombres y leyendas en las espaldas de sus disfraces; tribus y clubes mezclados, pandillas de uno solo, ahora unidos por la fraternidad del cuero y la moto, unidos por el sueño de una juventud que ya no existe pero que se resiste a morir. Casi casi con letreros como “cuidado con el perro”.
Tirando crema, luciendo rostro en la noche del miércoles en la plaza de armas (porque el martes los corrieron hasta la antigua ex-Estación de ferrocarriles, para que no fuera a molestar al concierto cristiano) pero ahora sí, el miércoles toda la plaza para ellos solos, rodeándola con sus jacas de acero, de todas medidas y modelos, desde las clásicas Harley hasta las modestas hechizas, armadas con piezas de tiraderos. Con un concierto de nostalgia rockera por aquellos años de los sesenta, con gritos de viva México y una serie de besamanos a las autoridades por todo el apoyo brindado, venta de taquitos árabes a cien varos con cerveza incluida: la moda motocicletera mostrando su poca imaginación, meras copias de películas gringas, émulos patéticos de estereotipos holliwudenses, todos uniformados según la moda que marcó el gran Marlo Brando en su mítica película El Salvaje o la clásica Ángeles del infierno protagonizada por Peter Fonda. Moda que estos nuevos angelitos del averno siguen religiosamente, estereotipados en chamarrita negra, pantalones rotos de mezclilla, paliacates salvajinos en la frente, chamarras de mezclilla de rebeldes sin mangas, y letreritos de “soy malo pero muy malo”, se pasea de la mano de su morra o en grupos de varios de ellos, como si fuera parte de otro mundo o supiera un secreto sólo compartido por algunos cuantos, eso sí malditotes malditos pero tomando cerveza light, carnal, si el gran Marlo los hubiera visto se hubiera muerto de la risa: pisteando cerveza light, por Dios.
Por dos días los motoratones se apoderaron del principal cuadro de la ciudad, se pasaron altos, se estacionaron donde les dio la gana, tomando cerveza light en plena plaza de armas, y las pinches autoridades en las nubes, no dijeron ni pío, es más hasta las abrían paso, cerrando calles para que estos muchachones no batallaran en estacionarse; conmocionando el tránsito de la ciudad con el cierre de calles y los agentes otrora mordelones implacables les cuidaban sus motos. Y hasta el gobierno puso una gran lana para la rifa que hicieron de una moto Harley, y varias otras máquinas nuevecitas que rifaron en su convención aquí en Durango, para ellos sí hay apoyo pero vaya cualquier ciudadano o asociación a pedir algo y salen con el ‘no hay presupuesto’. Pinche doble moral del gobierno durangueño.
Cierto que dejan derrama en hoteles, restaurantes, antros (esos que cierran temprano) expendios, pero el apoyo no es parejo para todos. ¿Necesita uno ir en bola y en moto a exigir apoyos?
Ni negarlo, se veían retechulos estos salvajitos modernos en sus motos, con el sonar desquiciante de motores y batir de llantas sobre el pobre pavimento de Duranghetto, haciendo gala de su macha hombría por la calle principal de este pueblo pavimentado, despertando el asombro y la envidia de los que andamos a pie y más cuando los veíamos con sus lentes oscuros y su morra abrazándole le gruesa cintura, montados en sus relucientes cuacos de acero, poderosas máquinas de miles de pesos perfectamente aceitadas, brillando más que el mismo sol, rugiendo su poderío y sus ganas de comerse al viento; felices de sentir el viento en su cara, en una larga caravana de rebeldes de fin de semana, de indomables vaqueros, último reducto de los verdaderamente hombres libres del mundo.
Por dos días tomaron por asalto a la ciudad ante el beneplácito de las autoridades que les brindaron toda clase de apoyos económicos, morales, turísticos, ordenándoles a los tránsito, que guardaran sus dientes y permitiera toda clase de infracciones, como estacionarse en plena raya amarilla, rodeando la plaza, cuando en tiempo normal, nomás se estaciona un particular y la cae mínimo con la boleta de multa o de plano a quitarle la placa o llevárselo en grúa, pero para estos pequeños semidioses de la moto, émulos caricaturizados del gran Marlo Brando, no hay que no se les permita. Bienvenidos a Duranghetto donde la ley no existe para algunos. Y Marlon Brando no ha muerto aunque tome cerveza Ligth.