Dentro de la oferta gastronómica de negocios ambulantes que día a día recorren las calles de la Ciudad de México, existen algunos que, a diferencia de la mayoría, no se caracterizan por ser anunciados a gritos o por medio de grabaciones prefabricadas. Entre ellos se encuentra uno, único en el mundo, que por medio de un inconfundible sonido se abre paso al caer la tarde, entre el incesante fluir de automóviles claxeantes.
¿Quién no reconocería a gran distancia el silbido emitido por algún carrito camotero? Seguro pocos, pero ¿hace cuanto tiempo que no vez uno? Están desapareciendo, se encuentran en peligro de extinción, cada vez son menos las personas que se dedican a dicho modo de vivir; puede que, si no cedemos el paso a esta antaña costumbre, en unas décadas no haya más camoteros recorriendo la urbe.
Aunque esta “raíz comestible” de generosas propiedades nutritivas se ha consumido desde épocas prehispánicas, fue en el siglo XIX que comenzó a ser preparada y comercializada en estos singulares artefactos que, más que carritos, son una especie de mini locomotora de vapor que no sigue vías fijas.
Hechos de lámina de acero, el costo de construcción de estos hornos rodantes oscila entre los 11 y 13 mil pesos, tarda de dos a tres semanas, y requiere de mano de obra especializada; un soldador, aunque puede imitar el diseño, no usa la técnica adecuada. De ahí que muchos de estos carritos provengan de San Lorenzo Malacota, Estado de México, en donde se pueden comprar o rentar, según las posibilidades del comerciante.
El funcionamiento de estas maquinarias es complejo, responde a leyes de la física que un profesor explicaría en pizarrón, y que para los vendedores de camotes son cuestión de la vida diaria, tal y como lo es ir entre 10 y 11 de la mañana a la central de abastos a surtirse.
La preparación consiste en pelar y remojar en piloncillo los camotes, para después colocarlos sobre las camas de cáscara de plátano que se han puesto dentro de los charolas-cajones que tienen del lado derecho estos carritos. Hacer arder la leña de la pequeña caldera, así como abastecer la entrada de agua de forma periódica durante las tres horas aproximadas que dura la cocción.
Una vez listo el producto, la marcha se emprende. El escape de vapor producido por la temperatura alcanzada, permite que al regular la llave de paso se produzca el silbido que anuncia la hora de merendar un camote o un plátano al horno, mismos que originalmente no eran bañados en leche condensada ni decorados de chispas de colores como ahora se estila.
Ser camotero es más que un oficio, una tradición familiar que se transmite de generación. La única forma de que perviva y no se convierta en un recuerdo es acercarse a uno de estos cochecitos, y saborear de este inigualable platillo, se vale tomar selfies.