¿Por qué confesarnos? Es la primera pregunta que la lectura del título sembró en mí. Lo siguiente fue advertir: Estoy leyendo. En mis manos, al alcance de mi mirada, tengo un poemario por leer y al hacerlo seré lector. No tengo un boleto para olvidar que leo, sino para cultivarme lector de una poesía que confiesa. Confesar, encuentro en la RAE, enlaza acciones y hechos: las acciones de reconocer, declarar y manifestar, entretejidas con los hechos de una culpa, un secreto o un ocultamiento. Confesar, entonces, es una fractura geológica, una grieta en un muro, un intersticio entre dos cuerpos, el cuerpo de quien se confiesa escribiendo y el cuerpo de quien, leyendo, se revela. Cuerpos que habitan hoy, bajo la luz de la lectura, los sedimentos de mañana.
De esos cuerpos, la poeta hace rostros y de esos rostros hace cuerpos de mujer. Rostros que, como las yemas, son huellas de identidades, de historias, de pérdidas, encuentros, soslayos y olvidos. El entendimiento nos dice que se trata de partes cuyos nombres invocan los todos a los que pertenecen: sinécdoques. Esta es la confesión esencial de la escritora y la revelación primordial para quien lee, la que nos dice que la poeta redime de la mujer su cuerpo, de su cuerpo el rostro y de él lo que ella, la mujer, busca, desecha, profundiza y recuerda, sin culpa.
La confesión nos revela que los amores ocurren en los cuerpos, como ocurre el trino en el aire, o que de los desastres nacen olvidos que hacen una niebla de blancos humos. Pero la confesión nos contempló antes que lo hiciéramos nosotros mismos y nos recuerda que somos lectores: cuerpos incompasivos, capaces de horadar otros cuerpos, de derrotarlos y aniquilarlos. Ninguna confesión está libre de un abrazo entre quien se confiesa pensando en voz alta y quien se revela cruzando una carretera. Ninguna confesión es distinta a un mirarse frente al espejo para ver el rostro de quien sabe lo que no es. Ninguna confesión se divorcia de su secreto.
Por eso nos confesamos: porque queremos liberar de nuestro cuerpo al abrazo que salva, aunque por él nos tengan que pagar; liberarlo del cuerpo que no es nuestro, aunque nos habite su sangre; liberarnos de lo que decidimos no ser, aunque nos pese ser quienes somos. Por eso somos lectores de quienes se confiesan, para revelar nuestra culpa, para revelar eso nuestro que no fuimos ni fue nuestro, para revelar nuestros armarios y, guiados por la luz de la lectura, salirnos de ellos para habitarnos hoy, sin culpa, sobre los sedimentos de nuestros ayeres.
Mérida, 9 de diciembre de 2021.