Agobiado, JT entró a la cantina, se arrimó a la barra y pidió una chela. Tenía varios días trabajando horas extras y no lograba desahogar tantos pedidos. Quizá por eso lo vieron como a cualquier cristiano cuando apareció, arrastrando su sombra por las paredes y el piso, sin mirar a nadie. Quería sacudirse un poco el cansancio que lo agobiaba. Un instante después, tenía enfrente una botella destapada junto a un tarro helado, con un salero y una servilleta.
Ojalá también pudiera realizar deseos en un dos por tres, pensó, sintiéndose de una época muy arcaica. Y no pasar por ese largo trámite de nueve días, un tormento para los de poca fe, sobre todo cuando la gente quiere soluciones rápidas. Qué le voy a hacer. Nadie quiere esperar su turno en la fila, posponer el momento cumbre; no le vayan a dar la oportunidad a otro. Pero hay cosas que nunca cambian.
Un hombre con saco y corbata sentado a su derecha tomó un tarro y lo alzó hacia él, que respondió: ¡Salud! Sus ojos delataban una estancia en el lugar suficientemente activa y duradera para encenderlos con una cordialidad mansa. Luego volvieron a ensimismarse, el otro fumando sin prisa, ajeno al barullo donde flotaban.
Igual que en cualquier lugar para estar a gusto, se escuchaban conversaciones animadas, risas y exclamaciones en todos los tonos. También había voces bajas, ocultas entre los matorrales de las carcajadas, los montículos formados por Los Tecolines en las bocinas. Esas voces hablaban al amigo cercano con la confianza de quien se sabe comprendido, aunque la única ayuda que reciba consista en escucharlo y darle algún consejo, con voz seria y mirada fija.
El trabajo y las deudas, el matrimonio y la salud, los hijos y los padres. Nada faltaba. Solo la mirada de angustia que por la mañana pedía ayuda. La zozobra desapareció primero en el trajín de la rutina, luego por cansancio y finalmente bajo las olas de alcohol, ahogada por las ganas de ahogarse. Y ahora varios están aquí, olvidando lo que prometieron esa mañana o la última vez que escucharon una misa o alguno de los corridos que la fe o el fanatismo han compuesto y cantan el 28 de cada mes. Por no mencionar el mero mero, en octubre, casi en vísperas del día de Muertos.
Estos que por la mañana lo agobiaban con sus lloriqueos y súplicas, al final del día lo ignoran y le dan la espalda cuando pregunta cómo se sienten, porque se creen a salvo de todo mal. Consiguen un poco de dinero, comen cualquier cosa, toman algo de alcohol y según ellos no necesitan nada más.
Solo muy de vez en cuando algunos pecadores se alejan de las tentaciones, cuando el agua les llega al cuello y no encuentran más remedio que pedir ayuda al santo de las causas desesperadas, el que siempre responde. Pero ciertas cosas nunca cambian; después de un tiempo los suplicantes reinciden en sus faltas, en sus genuflexiones y en su contrición. En esos momentos se forman al menos de dos tipos de arrepentidos: los dispuestos a enmendarse por sus propios medios y los que piden ayuda; se vale y hasta puede considerarse una obligación en ciertos casos. Los del primer tipo fracasan siempre; los otros, no siempre.
Pero el perdón viene de arriba y no puedo hacer mi voluntad, piensa dando un trago a la chela, corroborando su efecto refrescante y olvidando por un momento los pedidos urgentes. Si de mí dependiera, le dice al tarro medio vacío, me iría adonde no me alcanzaran los montones de peticiones que a diario recibo. Qué diferentes los primeros tiempos, cuando nadie me conocía y la falta de esperanza fatigaba a otros, como Santa Brígida. Hasta que mi querido primo la inspiró para avisar a los fieles que podían recurrir a mí como el mejor intercesor de ellos ante Él. Ella siguió despachando igual mientras me hacía popular. Motivos no faltaron para ocuparme. De abogado. Así colaboro.
¿Otra?, pregunta el cantinero: sí. Durante siglos, se dedicó a devolver la esperanza a los mortales, dentro de cierta normalidad. Pero con la gran depresión de 1929 saltó al estrellato, cuando los Misioneros Claretianos le construyeron un templo en Chicago; la miseria que vino en aquella época se encargó de acercar a los más afectados a su culto. Y desde entonces no ha dejado de crecer la demanda de milagros.
El hombre de saco y corbata ordenó: Una más y otra aquí para mi estimado, refiriéndose a JT. Estoy celebrando que San Juditas me hizo un milagro; pegué monedas en su figura para ayudarle. Y el convidado reconoció que nadie lo reconocía. Al fondo sonaba un corrido con insultos. Basta, no leen mi carta y adoran imágenes alteradas, dijo amablemente y desapareció.