Desde primera hora y durante un buen rato, algunas compañeras de la oficina platican de las telenovelas que ya han visto varias veces; muy en especial nombran a los galanes. Fulano me gusta como esté, afirma una, con mirada brillante y boca húmeda. Otra pondera el trabajo de la villana, insuperable según ella, porque reúne un gran talento y un cuerpazo que le reporta pingües beneficios al arrastrar a los personajes masculinos a cometer villanías.
En otra parte de la oficina, un pequeño grupo de compañeros comentan el inicio oficial de las campañas políticas, aunque en realidad comenzaron hace tiempo. Hablan de patadas bajo la mesa, piquetes de ojos y otras jugadas sucias en todos los casos, muchas veces entre los mismos correligionarios. No se omiten las violaciones a las leyes electorales vigentes, las mismas que propusieron quienes ahora gobiernan y de pronto resultan absurdas y obsoletas, rebasadas por las necesidades reales de votantes y votados.
Ambos imaginarios, el de las telenovelas y el de las campañas políticas, dejan ver los estereotipos de dos mundos que pueden acercarse sin coincidir. Hombres lujuriosos subyugados por los encantos de mujeres tan bellas como perversas, que sin embargo no rompen el molde heterosexual, rígidamente establecido por una censura favorable a las intrigas predecibles. Candidaturas a varios cargos de elección popular, impuestas por una partidocracia incapaz de superar sus discursos anquilosados y sus prácticas tradicionales, ante una ciudadanía que observa el espectáculo de mítines y anuncios propagandísticos entre el escepticismo y la aceptación condicionada por el desarrollo de las tramas. Como quien contempla el drama de sí mismo, especialmente cuando no se conoce y tiene ideas preconcebidas acerca de su propia persona, muchas veces alentadas por quienes tienen más interés en ponernos de su lado que en hacer luz en nuestras penumbrosas existencias.
De modo similar a una villana que justifica su maldad por una infancia desgraciada, abusos de amistades y familiares o traiciones de quienes creía que la protegerían, quienes aspiran a ocupar puestos de poder político buscan convencernos de que su verdad está por encima de la proclamada por los de enfrente. Y recurren a estereotipos tan acartonados como los que configuran a los personajes de un drama de pantalla chica. Y se califica a los oponentes como conservadores, atribuyéndole al término connotaciones negativas, si el asunto se mira desde la perspectiva del bando vencedor en la guerra civil llamada de Reforma.
En la versión liberal de la historia mexicana, el archiduque Maximiliano representaba a los villanos que querían el poder a costa de la felicidad popular, la cual sólo se podía alcanzar en un orden republicano. Pero, aunque suene a herejía, cualquier curioso del pasado puede encontrar que al vienés lo arruinaron sus propias ideas progresistas. Al parecer tenía una visión más favorable de los indios que el indio Juárez, quien se empeñaba en incorporarlos a la vida moderna atacando su organización ancestral para convertirlos en ciudadanos con derechos y obligaciones como cualquiera, pues protegerlos equivalía a otorgarles privilegios. Algo inaceptable en una sociedad alérgica a las leyes particulares después de tres siglos de desigualdad y muchos etcéteras.
Eso no impide considerarlo un déspota ilustrado, pero muestra la incomprensión e ignorancia de quienes se beneficiaron con la paz republicana, cuando se refieren al finalmente fusilado como un simple oportunista. Ocultando que se enfrentó a los intereses eclesiásticos y de quienes añoraban el orden monárquico, tanto o más que los mismos liberales; su apoyo a la educación y la ciencia propició que lo traicionaran quienes lo habían invitado a gobernarlos. Los traidores se sintieron traicionados; para hacer más compleja la cosa, carecía de las mejores cualidades para gobernar este o cualquier otro país del nuevo o del viejo mundo.
La destrucción del segundo sueño ─el primero, no el de Sor Juana sino el de Iturbide, terminó pronto y mal─ monárquico mexicano muestra cómo se puede simplificar una realidad para manipularla en favor de otra, no menos simplificada y maniquea, tanto como un villano defiende sus acciones haciéndose la víctima de un orden que para él opera como desorden o injusticia. Como ciertos personajes de cómics, se entregan a una lucha a muerte por la justicia; y ya conocemos las complejidades que obligan a los justicieros a usar máscaras.
También cabe la posibilidad de que, como dijera el poeta Rilke, queremos distinguir mundos entre los que en realidad no hay tantas diferencias. Las telenovelas y las campañas políticas están dirigidas a nuestra parte emotiva más que a la lógica racional. Apelan a lo inconsciente individual o colectivo. Pero las primeras se detienen en esa zona oscura y caliente donde amamos y odiamos sin reservas, mientras que las segundas pretenden orientarnos en una zona supuestamente iluminada y enfriada por la clara conciencia de una realidad que no podemos reducir sin cegarnos.