Esta tarde tengo presentación. En Valencia. Es la primera vez que presento en mi ciudad natal. Charlaré con José Vicente Peiró. Aún no nos conocemos. Ni siquiera sé cómo suena su voz.
Hablaremos de mi última novela. Y un poco de la penúltima. 2222 y Nueve semanas (justas-justitas). Antes de ellas casi nadie me conocía y nadie hablaba de mi estilo. Antes de ellas procuraba pasar desapercibido.
De mis cinco novelas anteriores, tres y media son autopublicaciones. Sobre la media novela autopublicada (Donde la brisa te habla) hablaremos enseguida. Pero no explicaremos los pormenores de la edición. Que el lector saque sus propias conclusiones, que serán inexactas pero válidas.
Antes de hablar de esa Brisa, voy a adelantar algo que nunca he dicho en público. Creo. Algo sobre los rechazos editoriales. Supuestamente, un rechazo (editorial) es algo negativo. Sin embargo, mis dos últimas novelas surgen de esos rechazos.
Sin esos rechazos, sin esos cien rechazos, no hubiera trabajado mi estilo, y a saber dónde estaría ahora, mi estilo. Recuerdo que en 1998-99, una editorial de las grandes mostró interés por mi segunda obra (El séptimo sentido [un volumen de cuentos]).
Debo confesar que yo, hoy, tal como está, no la publicaría. Si fuera editor, no la publicaría. Necesita un esmerilado agresivo, un pulido con pasta roja y algo de poda. Debo confesar —también— que yo, si fuera editor, no publicaría casi nada.
¿Cómo escribiría hoy si en aquel lejano 1998-99 aquella editorial me hubiera publicado mi segunda obra? No podemos saberlo, pero sí sabemos que Nueve semanas y 2222 no existirían. Cuando lo pienso así, solo puedo susurrar: “Benditos rechazos”.
Y ahora hablemos de mi ópera prima. Como solo critico duramente a los autores consagrados y casi nunca leo a autores consagrados, no tengo muchas ocasiones para decir lo que en verdad pienso. Por eso voy a criticar mi ópera prima, que comienza así:
“A lo largo de la noche había lloviznado con insistencia y el jardín amaneció pletórico. Los pájaros festejaban el desacostumbrado frescor mañanero revoloteando entre las plantas y picoteando el suelo en busca de algún bocado. Observé el espectáculo desde la ventana durante unos minutos y a continuación salí al exterior. La tierra olía fuerte. Me quedé allí plantado respirando profundamente, ensimismado hasta los tuétanos con tan radiante mañana”.
Como la crítica que pretendo llevar a cabo es más una crítica de estilo, me limitaré a diseccionar este primer párrafo. La historia sigue gustándome, pero si mañana se perdiese enteramente y tuviera que reescribirla, este párrafo quedaría así:
“No puedo olvidar el día que conocí a Ramón Céspedes. Cierro los ojos y veo su cara. La cara que tenía aquel día. Recuerdo bien aquella mañana. Había lloviznado y el jardín amaneció pletórico. Los pájaros disfrutaban del frescor mañanero. Inspiré antes de cerrar la ventana. Luego salí al exterior. La tierra olía fuerte. Me quedé allí plantado. Ensimismado. Ya entonces pensaba que la felicidad puede doler”.
No añadiré mucho más.
Menos descripción.
Más intensidad.