¿Sueños hacia ninguna parte? ¿Voces en algún lado de siempre otra vez? ¿Estamos ante una narración del abuso cotidiano del hombre pobre? ¿La prostitución como única medida de sustento en una geografía adoradora de cientos de santos pero olvidada por Dios? ¿El frío clima hacia esta provincia de imaginadas mujeres gordas que venden su cuerpo, sus borrachos pendencieros, la calma nunca encontrada desde los caminos gélidos y en terracería? ¿O acaso es La Feria, de Juan José Arreola, una fiesta de regionalismos? ¿Pirotecnia de retruécanos? ¿Hipérbole de la genialidad simplificada?
“Me acuso Padre de Todo ¿Cómo que de Todo? Sí, de Todo, de todo…Yo no puedo absolverte así nomás de todo… Barájamela más despacio… Pues ái le va. Me acuso padre de que me robé una peseta, me acuso de que le falto el respeto a mis mayores, de que soy mercader de peso falso y amigo del fraude, de que engaño a mi marido el ferrocarrilero cuando se va de corrida, de que me quedé con las tierras por menos de la mitad de lo que valían”, leemos en La Feria.
Los diálogos coexistentes entre una narración breve y otra y algunas conversaciones no son de ninguna manera nimiedades de la creación literaria como si una expresión también apostada desde lejos en la admiración de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
“Les dije que la Revolución dejó parado el pleito. Quién se iba a acordar de los indios de Zapotlán en todo ese tiempo. Pero a nosotros no se nos olvida, y que cada que podemos, sacamos los papeles, los antiguos y los nuevos que dicen siempre lo mismo: que tenemos razón y que somos dueños de la tierra… Déjenme que me acuerde… sí, fue un año de mucha seca. Desesperados de que no lloviera, sacamos al Santo Patrón sin permiso de las autoridades. Ya saben, nosotros siempre hemos sido muy creyentes”.
Los días de La feria ocurren precisamente en la feria de Zapotlán el Grande o feria de Ciudad Guzmán, en el estado de Jalisco, hoy todavía celebrada del 2 al 23 de octubre, cada año, pero llevada a cabo por primera vez en 1925 y dada en honor al patrono San José, quien cuidaría a la gente de los terremotos.
Tan pobre y priísta celebración contemporánea, retratada por Arreola en esos inicios del siglo XX, venida desde un ayer no para darle historia a México pero sí folclor, llena de carros alegóricos, hermosas mujeres a olvidarse en una semana, juegos mecánicos tan irrelevantes como en estos días obras de teatro de Dora la exploradora. (Zapotlán el Grande, municipio de Jalisco de no más de 500 kilómetros, por cierto, significa el lugar de frutos dulces y redondos, como las guayabas y los tejocotes –y no es albur- usados en los ponches navideños).
“Parece increíble que ocurran cosas en medio de tanto fervor. Claro que durante la feria pasan muchas cosas desagradables y hasta crímenes nefandos.
En estos días por ejemplo, una riña a cuchilladas entre dos fuereños, acabó con la vida de uno de ellos. Y un anchetero fue hallado muerto, con la cabeza partida a martillazos. Pero no me refiero a eso, sino a algo que sin ser un crimen ni cosa parecida, está poniendo en las noches de octubre, tan esplendorosas en lo religioso y lo profano, una nota discordante. Se trata de la cancioncilla aquella de ‘Déjala güevón…”, que parecía definitivamente desterrada, y que ha vuelto a surgir en estos días al amparo de la algarabía y de las aglomeraciones”.
La cabecera de Zapotlán el Grande se llama Ciudad Guzmán y su economía se sustenta en la agricultura, la ganadería, el comercio y las pequeñas industrias. La población originaria de estos territorios habló primero el zapoteco y adoraban a Xipe-totec, dios de los desollados, a quien recurrían los campesinos con solicitudes de buenas cosechas. Santa María de la Asunción de Zapotlán es el nombre con el cual las huestes de Cristóbal Colón fundaron este municipio.
“Tiene el demonio otro error entre estas personas religiosas y clérigos, de notable perjuicio para sus conciencias y para los vasallos miserables de Vuestra Majestad, que es, en muriendo el indio, le llevan un testamento ordenado por un fiscal, que contiene solamente lo que debe o le deben, y la hacienda que deja, que cuando mucho es un caballo o mula o dineros, todo lo cual manda que se le digan de misas, sin mención de hijos ni de mujer”.
Sin embargo, pareciera como si la intención de Arreola en La feria fuera la de mostrarnos a un Jalisco rural devastado por el hambre y el alcoholismo, las infinitas jornadas de trabajo bajo el sol, el frío que nunca cala en los huesos pues se habita el mismo infierno, la fragilidad de los hombres y mujeres sin importancia para los diferentes gobiernos, el llanto clamante de justicia.
En el siglo XVIII, los habitantes de Ciudad Guzmán, siempre temerosos de los terremotos, buscaron una salida en su enorme devoción religiosa en la figura de San José, predilecta para encomendarse ante el terror del mundo incontrolable.
“Poco después del temblor yo iba para mi casa y me encontré con Juan Vites. Nunca me gusta verlo de cerca, ni cuando le doy limosna, ya ven cómo huele. Y además no tiene ninguna gracia. Pero se me atravesó en la banqueta como cerrándome el paso. Yo creo que también andaba asustado, pero a su modo”. O más adelante: “Parece mentira, pero es la pura verdad. Después de un día de terror y una noche de angustia, estamos ahora en un ambiente de verbena. Desde la segunda noche a la intemperie, no han faltado quienes lleven guitarras y flautas. Y en vez de dormir llenos de temor de Dios, hay gentes que beben, cantan y bailan hasta las altas horas”.
La feria, el Zapotlán de Arreola, es la búsqueda de una pintura asida por siempre a la desesperanza: “Yo me quedé hasta el final, solo en la plaza inmensa que forman el parque y el jardín. Solo, porque los demás estaban tirados en el suelo, dormidos y borrachos, aquí y allá, como los muertos de un falso campo de batalla. Ya para venirme, me volví por última vez y vi desde lejos el escenario. En el lugar donde estaba el castillo, vi subir al cielo la última columna de humo, recta y delgada. Dejé de mirar en el momento en que se desprendió de su base de ceniza donde ya no quedaba nada por arder”.