En la novela Fahrenheit 451, escrita en 1953, Ray Bradbury escribe sobre una sociedad censora que ha ido perdiendo su memoria y la rellena con los mensajes electrónicos prefabricados para embrutecer cualquier vestigio de asombro o cuestionamiento de la realidad.
Las personas en Fahrenheit llevan la vida como contenedores de información inútil, lo peor de todo es que han olvidado cómo ser felices. No son malos sino herederos de un sistema que los fue desquebrajando al quitarles los libros, la contemplación de la naturaleza, la conversación en comunidad, los pequeños placeres, el disfrute de la lluvia y los atardeceres.
El personaje principal es Montag, un bombero, quien por doce años se ha dedicado a quemar libros (y pienso en los colores naranjas, rojos, grises y negros del incendio anunciado en todos los periódicos del mundo hace unos pocos días: “El Museo Nacional de Brasil tenía más de veinte millones de artículos de la historia de Brasil y el mundo. Primero fue casa real, luego residencia imperial y por último el hogar de una de las colecciones más extensas de la historia natural de todo el mundo. A 451 grados fahrenheit ardió la mayor biblioteca científica de Río de Janeiro dentro del museo, sin que ninguna estatua pudiera evitarlo, sin que guardias, policías o bomberos pudieran ahuyentar a las llamas.)
A 482 ˚F se cuece una tortilla sobre un comal, la carne de cerdo hasta que alcance una temperatura interna de 145 ˚F, unos sabrosos tomates acompañados de un par de ajos y cebolla se cuecen en alrededor de 248 ˚F. En la temperatura ideal que ofrece cualquier mercado municipal de México se unen estos ingredientes en un sabroso taco. El bullicioso escenario del taquito le agrega cierta magia y riesgo a la ingesta de comida callejera, es el mismo peligro del que habla Montag: que los demás no se den cuenta de que sientes, que has despertado y saboreas el mundo.
Montag puede llamarse también Anthony Bourdain, comedor de tacos de carnitas y suadero. Montag-Bourdain era un tipo con la boca grande: para comer y maldecir al mismo tiempo. También, como autor, Bourdain tenía la visión de Bradbury para cuestionar el alimento o las palabras que nos acercan al hogar, daba pasos grandes para encontrar entre los puestos de comida más humildes de Vietnam, los mejores fideos de arroz. Lo vi en incontables cuartuchos de madera tomarse un trago de whisky, sentado en una cocina mugrosa disfrutando de un guiso de puerco, lo vi enseñar sus dientes torcidos cuando le ganaba la carcajada ante comensales de todo el mundo.
Ray Bradbury nos contó en su obra del futuro que ya llegó, apuntó con el índice el entumecimiento del espíritu y advirtió de la combustión que padecerían los que despertaran. Bourdain eligió la calle, la vida macerada en cerveza, consumirse a fuego lento, pero sintiendo lo agridulce de lo que odiamos y amamos. No era un buen chef, él mismo lo dijo. Era un observador atento del rito en que los platillos son preparados en todas las culturas, el misticismo detrás de un asado, la pobreza como origen de las sopas más entrañables en los pueblos, la historia que cobija a los humildes utensilios para cocinar.
Montag se indignó cuando se dio cuenta lo que se perdía con la muerte de los libros, Bourdain comiéndose una tostada de ceviche en Ensenada nos enseñó sobre volver a mirar lo que siempre ha estado ahí: la sopa, el cóctel, el caldo y la salsa para darle sabor a la vida cotidiana, pero de manera crucial nos enseñó a ver de otra manera a las personas que cocinan, entender lo que los llevó a pasar horas tras una estufa o un brasero.
Se arde por decisión, también uno se consume en pasiones que valen la pena o no, hay temerarios que derraman cera hirviente en la espalda de cualquier hora para sacarle un grito delirante. Estamos ardiendo y consumiéndonos apuremos la llama o no. Bourdain estiró la mano y sin pensarlo dos veces apagó con sus dedos la vela, luego fue la oscuridad o la lluvia viva que Montag disfrutó sobre su rostro mientras caminaba a solas por la ciudad.