Si alguna lectura requiere de verdadera tenacidad en el mundo de la Literatura, esa será tal vez el acercarse a la palabra, la obra, del escritor francés Pierre Michon. En cierta ocasión encontré en internet una perfecta definición para quienes aún intentamos el internarnos en la deliciosa jungla de claroscuros del autor de Los Once y Abades. Decía acertadamente ese hombre sobre la lectura de Michon: es como tomarse un café exprés cargadísimo, barroco a veces, en ocasiones uno sentirá su bebida demasiado espesa, casi como melaza y sin embargo, valdrá la pena la dulzura.
Acercarse a los escritores de culto es así de complicado. Tal vez, la única excepción a la regla de la creación de libros imborrables para la Historia de la Literatura pero también generador de sectas ensimismadas con su voz, fue el escritor húngaro Sándor Márai, fallecido en San Diego, California, en 1989.
En La mujer justa, Márai universaliza la constante depresión burguesa, las tenaces oscuridades y soledades inmensas de una vida acomodada, la constante necesidad de aprobación del otro mediante máscaras adineradas aún en el hambre y la pobreza, el ímpetu de familias por hacerse de deudas para demostrarle tempestades de grandeza al mundo, en enormes casas inhabitables, con sirvientes a toda hora y un frío que recorrerá todo el día este espacio.
Decíamos pero Michon sigue vivo y altamente creativo. Afortunada, la humanidad. Usted entrará con don Pierre a una cueva oscura, escucha gemidos de Revolución o pasos resonantes de sacerdotes entre la neblina de la montaña, un eco de fiesta a su alrededor, la algarabía misma a sus espaldas.
El culto literario, su generación, es esto, complicada e incomparable situación.
Mito entre los mitos, Los Once, publicado por primera vez en el París de 2009, Michon nos acerca a la Revolución francesa sin adentrarnos realmente en ella, nos muestra la absurda necesidad de las masas de líderes con arrojo, devela el poder de los medios de comunicación a partir de su fabricación de la realidad de acuerdo y solamente a sus intereses personales y de generación de interpretaciones, abandera el heroísmo y las referencias literarias complejas o ficticias siempre presentes en Pierre Michon.
“…entonces a lo mejor se dice que Michelet no se equivocó del todo en su sueño y que hay ahí mismo, en el Louvre, once formas semejantes a caballos, once seres de temor y de arrebato: como los que esculpieron los asirios de Nínive en las cacerías ecuestres en que el rey mata leones; como galopan hacia estos condenados que somos, siete veces y con siete formas de caballos, en el Apocalipsis de Juan; como se encabritan bajo Nicoló Da Tolentino, el condotiero de la noche, en Uccello, como se encabritan también bajo los Felipes de Francia y los Luises de Francia, los treinta y dos Capetos y, más adelante, bajo Bonaparte; tal y como los pintó Géricault en la zarabanda de los trenes de artillería que explotan en cadena, aterrorizados por el olor de la pólvora y el de la muerte, pero como si cargasen sin temor”.
Hace más de tres años descubrí a Pierre Michon en una librería del Fondo de Cultura Económica en el estado Querétaro, México. Quizá el frío amable de diciembre por esas tierras, me llevó a Abades. No lo sé. Pero sí por casualidad llegué a ese mínimo elogio a la Edad Media, libro situado en el año 1000 y plagada de esa nostalgia por dioses y herejes en territorios de nadie.
Esa envolvente atmósfera solo pudo recordarme, paradójicamente, a Pedro Páramo sin canículas y con monjes fantasmas entre los pinos, bajo ellos, adoradores de divinidad henchidos de infierno y en búsqueda de Dios en la lujuria.
“Al atardecer, cuando el marido ha partido a poner las nasas, cuando sin pronunciar una sola palabra ella se descubre de los pies a la cintura, el fuego más húmedo, más ardiente: ha visto la mitra, ha visto el báculo, es la mitra y el báculo lo que ella tiene en sus ojos cerrados, entre los pies levantados. El rayo que la rompe es el miembro de un hombre, pero la gloria de un abad”.
En Los Once, Michon genera un falso pintor y habla de sus herencias sanguíneas, sus familiares, el pasado inevitable y un genial cuadro, semejante al de La última cena y falsamente ubicado en el museo de Louvre.
Es, ciertamente, Cioran quien nos explica: “Hacer trampa será para ti una cuestión de honor y la última manera de vencer tus ‘accesos’ o de impedir su retorno. Si para ello has tenido necesidad de una revelación, o de un hundimiento, deducirás que los que no han atravesado por una crisis similar se abismarán cada vez más en las extravagancias inherentes a nuestra raza”.
Estimado lector, solo puedo, maravillado, recomendarle a usted, la fascinante lectura de Pierre Michon.
“De esas doce páginas, una página entera y la mitad de otra son para el encargo: para la ocasión, para ese momento extraordinario que los griegos llaman kairós, es decir el momento, caballero, en que la suerte se descuelga de la cintura la bolsita especial, y que, por lo demás, nunca nos esperamos. Y, en esa página y media, Michelet cuenta cómo, en febrero de 1846, fue a Saint Nicolas no a rezar, dado que la muerte de Dios es ya cosa convenida de una vez por todas, sino para hacerle una visita a la sacristía en donde se tomó la decisión de Los Once; el cuadro de Géricault lo había visto una vez diez años antes, en uno de esos recorridos por el territorio de Francia, breves y memoriosos. Fue a verla, a comprobarlo, y ahora nosotros podemos ver, a la caída de la tarde, a Michelet, el hombre pálido y estremecido de pelo prematuramente blanco, que entra fingiendo vuelos de hopalanda, en esa sacristía de donde está visto que no conseguimos salir”.