Datos de la pintura: Melancolía, de Edvard Munch (1894).
Esperar siempre lo peor de las cosas debe ser la reacción elemental frente a los acontecimientos. No hay mejores o peores mundos que no vivan en cualquier definición de utopía. Mundo solo hay uno y es uno dirigido por el hombre: un ser enfermizo que tiene infinitas cosas especiales.
El pesimismo imagina lo peor porque es una posibilidad. La historia es inevitablemente trágica porque los panfletos siempre hablan de las utopías. La visión pesimista se acopla sobre la naturaleza de la historia: es indefinida, pero siempre trágica. Por consecuencia, siempre niega cualquier utopía y debe desconfiar de cualquier cosa que se exponga desde la esperanza.
La igualdad entre los seres es una consecuencia inevitable de la forma de la libertad. La libertad es, por condena, algo único del individuo. En eso reside su subjetividad y la única forma de habitarla: en el abismo intelectual del animal. Un pensamiento nulo, silencioso, vacío, garantiza la libertad. Cualquier cosa que solo pueda que ser una cualidad del individuo niega la homogeneidad de la igualdad. Se debe esperar lo peor del individuo y de su derecho a la libertad. Al esperarlo, al tener la esperanza de que lo más nocivo del ser aparezca, aprenderemos a construir una estructura que permita la máxima libertad y la menor desigualdad. Cuando se vive en la euforia de la utopía, las cosas caen en el bucle irremediable de la historia. Porque creer en las bondades máximas y en lo perfecto es, tácitamente, convertirse en un fanático de la esperanza. El fanatismo niega la mesura del pensamiento (niega lo más cercano al equilibrio de sus consecuencias) y Tocqueville se pierde en la verborrea.
El pesimismo es una expresión de la mesura. Esperar lo peor no es lo mismo que desearlo. En ese reflejo con infinitas desviaciones se construye la viabilidad del pesimismo como responsabilidad histórica e intelectual. Se entienden las estructuras que rigen al hombre y no se le niegan con una vacía esperanza; se le asimilan, se miden, se esperan como cuando los frágiles imperios esperaban a los bárbaros. En el alboroto intelectual que ocurre cuando se espera la enfermedad del hombre se lucha, se lucha sin ninguna niebla de ensueños, en contra de la naturaleza. Al final, el pesimismo es la expresión natural de la vitalidad: es una constante lucha por la sobrevivencia, en contra de nuestra amenaza más grande.
El pesimismo, además, es una expresión de la insuperable razón. No solo por las consecuencias tolerables de su aplicación, también por aceptarla como el límite de la libertad. No hay libertad que supere a la razón, así como no hay razón que supere a las más primarias estructuras de poder. Construir el poder es algo inherente del hombre, algo tan primitivo como el sexo y su propio juego semántico. No es una casualidad que ambas cosas-poder y sexo-sean metáforas una de la otra.
Como el poder es algo inevitable se debe determinar su ejecución. Esta no debe basarse en la falsa bondad o empatía. Teorizar sobre la ejecución del poder debe basarse en la misma naturaleza del hombre y su tendencia al dolor y la melancolía. El poder debe saberse ejecutar desde la embriaguez. Y el poder debe intentar garantizar la libertad individual y, por consecuencia, debe construir el escenario ideal para la desigualdad. Desigualdad de poderes- porque poderes hay muchos: mínimos y totales, intelectuales y sexuales-y difuminar el conflicto. Por naturaleza, la política surge de la necesidad de disminuir el conflicto entre los individuos. Y, desde ese principio fundamental, no se puede negar al individuo y la estructura de poder que construye el ente que modera el conflicto. Por lo mismo, no se puede desparecer a las desigualdades, solo hacerlas parte de un concepto de mesura y de un edificio infinitesimal de libertades.
Se debe esperar el peor de los conflictos, el peor conjunto de individuos y el peor moderador y así construir la desesperada solución derivada del doloroso pensamiento. Y así, quizá, construir una no tan falible política.