Nadie supo dónde se subió. De dónde venía, adónde iba. A lo mejor andaba buscando un lugar para morirse. Y lo encontró.
Dicen que traía las manos apretadas entre las piernas, y la cabeza recargada en la ventana. Y la boca bien abierta. Creyeron que estaba dormida. Uno hasta juró que la había escuchado roncar. ¿No habrá sido su último aliento?
Otro, que se quedó en la terminal para contar el chisme a la policía, y que después nos enteramos que era vendedor en Perisur, dijo que primero se le hizo muy raro que nadie iba sentado junto a ella, sobre todo porque el vagón estaba lleno, y era la sección de hombres, pero nadie se sentaba. Ahora resulta que todos muy caballeros. Se le ocurrió que querían echarse una asomadita al escote, a ver si lograban conocerle el ladito de los pechos, o hasta un pezón, en una de esas. O ya de perdida verle las piernas. Robarse un cacho de lo prohibido, pues. Lo mejor era que él, caballero de veras, fuera sentarse ahí a lado, para espantarle las moscas. Fíjate nomás qué expresión. Tan acertada.
El chiste es que llegó hasta el asiento vacío pidiendo permisos y perdones, según él, no fuera a pisarle los zapatos recién boleaditos a algún contador, a algún abogado, algún gerente. Personas respetables y trabajadoras, igual que él nomás. Se sentó y como si nada, ni siquiera volteó a ver a su vecina, dijo, porque en estas épocas de tanto acoso y feminicidio hay que respetar a nuestras mujeres. Cada quien a lo suyo. Sacó su libro dizque de finanzas y se puso a repasar no sé qué de los gastos hormiga. Puede que no haya terminado su carrera de Administración, pero no fue por burro, ni por falta de ganas. ¿Tú crees? Luego le ganó la risa cuando de plano confesó que no había leído mucho de su libro porque mejor se puso a pensar en Silvita, otra vendedora de su mismo piso que el mes pasado… Ya se iba a arrancar hablando de la morra, pero el poli le cortó la inspiración. Yo me lo imaginé clarito: mirándole las pantorrillas a la Silvita, contento de que use tacones tan altos porque eso le respinga las nalguitas, y así, con la falda azul del uniforme bien apretada, da gusto verla caminar entre los mostradores. Quizá venda lencería, o joyas. A lo mejor a la Silvita le gusta que la miren, y luego cobra el show: un cafecito, una comida, un pancito, al menso ese que andaba contando el chisme o a cualquiera que se deje.
De todos modos ni pensó mucho en la tal Silvita porque de pronto se dio cuenta de un hedor, así dijo, que no era por ser grosero pero casi lo hace vomitarse encima. Sólo de pensar que podía ser su aliento se asustó, o se alarmó, para ponerlo en sus palabras. Aunque eso no era posible, si se acaba de comprar ese enjuague sin alcohol que anuncian en la tele, el que deja la boca bien fresca. Así que no podía ser él. Nomás le bastó girar tantito el cuello para pescar el olor; hasta ahora se acordaba de que iba sentado junto a una “chica”. Y sí, no creyó que fuera ella la que olía así, pero igual sintió ganas de comprobarlo. Echó una miradita muy rápida, porque él no es pervertido, y vio lo mismo que lo otros: las manos apretadas entre las piernas, los brazos tiesos y la cabeza recargada en la ventana. Y la boca bien abierta. Qué será el olor, dice. Y como él cursó dos semestres de Administración en la UNAM, sabe pensar lógica y científicamente, así que pensó mucho, mucho, y se le ocurrieron dos cosas: la menstrua, o de plano una infección muy grave. Se fijó en las piernas, tenía la piel clarita y limpia, el vestido parecía nuevo. Quiso verle las uñas, que según le habrían dado una mejor idea de la higiene —usted debe saber de esos procesos forenses, le dijo al poli—, pero cuáles uñas, si tenía las manos apretadas entre las piernas; no pudo. Eso fue lo único que se le ocurrió, al fin y al cabo no era su asunto. Nomás volteó dos o tres veces para checar a los otros pasajeros, por si alguno tenía cara de asco, no fuera que se estuviera imaginando el olor. Le pareció que todos iban sumergidos en su propia nube de perfumes caros, como los que seguramente vende la Silvita esa, digo yo. O a lo mejor estaban haciendo como que no se daban cuenta de nada, porque el olor era muy penetrante, como de animal muerto, dice, y se hacía insoportable en los cachos en los que el metrobús salía de la sombrita de los edificios y se calentaba aún más. Entonces se acordó de que el lugar estaba vacío antes de que él fuera a sentarse, y al fin entendió por qué.
Terminó por cambiarse de lugar, el vendedor. Y ya desde el otro lado del vagón le echó un último vistazo a la muchacha. Parecía fea, pero no mugrosa.
Se supone que después se sentó un viejito junto a ella. Dicen que ni se fijó, que se quedó dormido luego luego y que cuando despertó se bajó casi corriendo. Corriendo como puede correr un viejito, pues. Yo creo se le pasó la bajada al pobre.
Lo último que dijo el vendedor fue que ni él ni nadie intentó despertar a la muertita —y pues claro, si todavía no se daban cuenta— cuando la mujer en las bocinas del metrobús anunció: Última estación del recorrido, ninguna persona debe permanecer a bordo. Los que podían se bajaron. Ella ahí se quedó, sentadita en su lugar, y se fue a dar la vueltota que da el camión antes de volver a entrar al Caminero. Y ya fue ahí donde la encontró el poli de la estación. Dicen que se dio cuenta luego luego, que por el color de la piel, y que ya no dejó subir a nadie. Una señora hasta gritó y casi se desmaya. Luego estacionaron el camión ahí junto a la estación, sobre Insurgentes. Llegaron dos patrullas y los del SEMEFO. Pero ya no nos quedamos a investigar qué pasó con la muertita. Nosotros no somos chismosos. Nomás íbamos pasando y ya se nos hacía tarde, ¿verdad, tú?
Semblanza:
Abraham Vidal González (Ciudad de México, 1987). Ha publicado narrativa, poesía y crítica literaria. Actualmente trabaja en su primera novela y en un volumen de cuentos donde va encerrando uno a uno los fantasmas que viven en su casa.