Siempre creí que Ana y yo seríamos felices por siempre. Ya sabes, la típica historia de amor que provoca nauseas al escucharla por lo cursi que es: nos conocimos desde niños; fuimos buenos amigos; tuvimos un lindo noviazgo; hasta nuestra boda fue de ensueño. Sin duda fueron días hermosos, pero hoy son sólo recuerdos.
Ana trabajaba como doctora en el Hospital General, y después de varios años de mucho esfuerzo logró convertirse en jefa del área de urgencias. Finalmente había alcanzado su sueño; yo no. Mis anhelos de convertirme en un escritor exitoso se vieron truncados una y otra vez por toda clase de situaciones con las que tuve que lidiar. Pero a pesar de mi gran colección de fracasos, Ana me apoyó en todo momento.
Y entonces llegó Rafita…
Me duele decirlo, pero Rafa no estuvo planeado. Nosotros no estábamos en condiciones de cuidar de otra vida, pues Ana pasaba todo el día en el hospital, y yo estaba desempleado. Pero aun así, su llegada fue lo mejor que nos pudo haber pasado.
Ana tuvo que volver a trabajar al hospital, así que nuestro hijo creció en un hogar con una madre ausente y un padre primerizo que trataba de resolver todo sobre la marcha; algo bastante normal en estos días. Sin embargo, cuando Rafa empezó a hablar, también empezó a hacer preguntas. Fue así como comenzaron los problemas.
—¿Y mami?
—¡Que está ocupada, carajo!
Lo sé. Nunca estuvo bien que le respondiera de esa forma, ¿pero qué le contestas a un niño que no para de preguntar por qué lleva días sin ver a su madre?
Todavía recuerdo cómo esperábamos a que Ana llegara a casa para poder pasar un rato con ella. Pero al cabo de un tiempo empezó a llamar para decirme que no la esperáramos porque no llegaría a dormir. Poco a poco las llamadas se volvieron cosa del diario, hasta que un día, ella dejó de llamar; y nosotros dejamos de esperar.
Una mañana, poco después de haber dejado a Rafita en la escuela, Ana llegó a casa; estaba bastante pálida y demacrada. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que la vi, pero por su apariencia, hubiera jurado que no la había visto en años.
—Hola, amor —masculló, con una amarga sonrisa.
Yo no respondí; no tenía ganas de hacerlo.
—Necesito descansar. Estoy rendida.
—¿De tanto coger con tu amante?
Ella desvió la mirada sin decir una sola palabra.
—No lo puedo creer, Ana. Rafita, tu hijo, ya ni siquiera pregunta por ti. ¡¿Y todo por qué?! ¡Porque has estado muy ocupada revolcándote con quién sabe quién igual que una puta!
—¡No te atrevas a llamarme así, porque soy yo la que se mata todo el día trabajando mientras tú escribes cuentitos que a nadie le importan! ¡Que no se te olvide que soy yo la que pone la comida sobre la mesa, porque tú eres un don nadie que no sirve para un carajo!
Me quedé helado, derrotado.
—Amor, perdóname. Yo no quise… Es que, estos días en el hospital… Creo que debo de…
—¿Qué te pasó en el cuello? —le interrumpí.
Ana acarició el pequeño trozo de gasa adherido a un costado de su garganta.
—Un tipo en urgencias —dijo—. Perdió la cabeza y me mordió.
Le arranqué la compresa del cuello, dejando al descubierto dos pequeños moretones sobre su piel lívida.
—¡Eres una puta!
Lo que hice después no tiene nombre; pero si decidí callarlo fue para evitar que Rafa terminara en un orfanato. Oficialmente, Ana ha sido declarada desaparecida; sin embargo, ella vuelve a casa todas las noches para meter a Rafa a la cama, y para recordarme que cuando la policía descubra la verdad, ella cuidará de nuestro hijo hasta que la eternidad se encargue de borrar todo recuerdo de mí.
Semblanza:
Michel M. Merino (CDMX, México; 1990) es egresado de la carrera de Psicología. Ganador del Premio Internacional de Cuento Diamante 2018 con el cuento “Las mecánicas del odio”. Actualmente estudia varios cursos para continuar formándose como escritor.