Cinco días después de su muerte entendí que lo más lógico sería buscarla de nuevo. Comencé por buscar rasgos comunes dentro de otras pieles, lunares parecidos a sus formas y ojos ignorantes del cielo y del amor. Nada fue tan difícil de encontrar como las cicatrices de su espalda y de tus muslos, esas, indudablemente, tendría que crearlas yo para que tuviera sentido tanta búsqueda y tanta espera.
Al cabo de un mes, mis cacerías tuvieron que parar por falta de tiempo y exceso de trabajo. Probablemente lo que me enamoró de ella fue su poco interés y disposición a escucharme y sus muchas ganas de que la despojara de toda ropa y eventualmente de toda vida.
Siete meses después apareció caminando por los pasillos del mismo lugar en el que la vi por primera vez. Ahí estaba ella, tan encarnada en ese cuerpo que creí descompuesto, en esa piel que murió vestida de rojo y fue enterrada de negro, pero entonces ¿a quién me llevé?
Tantos intentos por recrearla, por igualarla y esta vez no matarla, evidenciaban mi ineptitud para esta vacante, qué diría el magisterio de una Muerte enamorada, de una Muerte que juega a la alquimia e intenta transmutar a un humano en otro. Cómo explicaría a todos allá arriba y allá abajo que me dejé invocar y convencer por una nínfula que sólo jugó al esoterismo para conocer mis secretos y convertirse en un ser casi inmortal. Lo peor de todo será agregar en el currículum que dejé el puesto por distraerme y enamorarme como si estuviese vivo, estando yo tan muerto.