Hechizada, Caoba mira la estufa que pierde combustible, ve como las flamas se extinguen en el aire, sonríe idiota (todavía me gusta), la tomo de la mano y apago el gas. Hay que estar todo el tiempo cuidándola; una vez quería meterse un cuchillo por la nariz, por suerte su cartílago es denso y el cuchillo no tenía filo. Idiota avanza tras de mí, yo no puedo ni quiero sonreírle, hace tiempo que me cansé de sonreír a una sonrisa interminable, así que me limito a hablarle de cosas que me ocurren en las horas de trabajo, ya saben, de cómo estuvo el tráfico, de cuántos patanes me ofendieron, del sol, del tarado que quiso atropellarme y el niño que no dejaba de apuntar a mi uniforme de tonos chillones.
Ella me escucha comprendiendo absolutamente nada, pero ahí está, viva, ¿eso no cuenta?… Para ser sincero, un día traté de deshacerme de su cuerpo, le dije suficiente a su funcionalidad pasiva y la deposité en una calle muy transitada, simplemente la solté, sin pensarlo, sin parpadear, regresé a mi auto y me derrumbé al encender el motor, deben imaginar cómo me sentí, y sí, volví de prisa al punto de despedida, boquiabierto giré sobre mi eje, ella apareció inmediatamente y me tomó de la mano, con su imbécil sonrisa (que todavía me gusta), sin resentimientos.
Ahora, sentados a la mesa, frente a nuestros platos de sopa, sutil levanto su mano y juego con sus dedos delgados, mientras le cuento una historia de monjas bantú que escapan de tutsis inquisidores, ella sonríe, sigue sonriendo, sonreirá para siempre. Beso sus dedos, cada uno de sus hermosos dedos y luego viene la aburrida tarea de meter la cuchara entre sus labios y hacer que trague sin ahogarse, y si eso ocurriera, aun así moriría feliz.
Dormimos juntos, le pongo el pijama de snoopies que tanto le gusta, o le gustaba, y le canto una canción dramatizada. Luego me cuelgo de su torso tibio y si siento que está frío la aprieto contra el mío. Una noche de gripe, atormentado por no saber si soy amado y amar sin sentido, me eché a llorar sobre su pecho aromático, su blusita la dejé empapada de agua salada y mocos; me quedé paralizado al sentir sus brazos ciñéndome débilmente, lloriqueé más fuerte, y me hubiera quedado dormido si no persibo su tiritar desenfrenado. Había que desvestirla.
Hoy he tenido la idea de intentar con su cuerpo inerte, otra vez, y cada vez me siento igual de repugnante al instante, tan bajo, que rápidamente me levanto y me doy una ducha de agua fría, helada, y si los humores no han descendido, me doy placer con champú. Y desdichado miré las grietas del techo y un sonido de pronto me desconcertó, un gemido de tripas, que subía hasta la garganta y se convirtió en un grito perturbador. Espantado, no, emocionado, la observé, era la misma cara de estúpida alegría, pero ella movía su brazo tembloroso y golpeaba patética sus muslos, su pubis y hasta la misma cama; no sé cómo reaccionar, pensé, colocándome sobre ella torpemente. Caoba acariciaba a su tosca manera mi vientre, me quité la playera, desabotoné su pijama, sería inútil esperar una mejor respuesta. Ya semidesnudos nos abrazamos, cierro los ojos y con devoción, con cuidado, me refugio en sus labios, luego a un ritmo alternativo y con oscilantes movimientos entro y salgo… entro y me quedo dentro. Mi cabeza se hunde en la almohada.
*
Es de día otra vez, puede sea domingo o lunes, qué más da, busco su piel con todo mi tacto, las sábanas vaporosas me responden vacías, no está bajo la cama. Y algo se posa en mis vértebras curvadas y ese algo son dedos y luego unas palmas extendidas y reconozco esas huellas dactilares que se deslizan sin titubeos por toda mi corteza; me sujeta en un devastador abrazo, su busto apretado contra la espalda, luego besa mi mejilla, y esa voz susurrante que gruñe, que tanto extrañé, me dice: “Cariño, vámonos de aquí”, como si nada hubiera pasado, como si de veras fuera cierto, como si realmente fuera un nuevo día. Uno diferente.