Una vez apagadas las luces navideñas, las miradas buscan el escenario de todos los días y encuentran los primeros días del año, tan cargados de pasado o de futuro como quien los esté viviendo. En un mundo de causas y efectos importa mirar al frente tanto como hacia atrás. Pedimos fervientemente evitar los errores del año pasado y que se cumplan los planes del que ya empezó.
Muchas veces, sin embargo, en lo personal nos limitamos a dejar un vago propósito flotando sobre los techos para que el menor golpe de viento lo disuelva en la atmósfera cotidiana, donde se pierde. Atenidos a las consecuencias, pasamos por conformistas. En un proyecto colectivo no podemos hacer lo mismo sin poner en riesgo algo más que nuestra reputación.
Y sin embargo, así sucede en nuestro medio cultural. Pese a la Cuenta Satélite de Cultura (CSC), a la Ley de Derechos Culturales (LDC) y a la flamante Secretaría de Cultura (SC), las actividades de este sector no forman parte de los planes de desarrollo. Más que de cuestiones estadísticas, jurídicas o de competencia institucional, se trata de modificar la mentalidad que considera al arte y la cultura como un lujo o un entretenimiento sin el cual la vida puede seguir adelante.
Por la información económica de la CSC se sabe que este sector participa de manera importante en el PIB nacional, además de las principales variables de este tipo de estadísticas, como el personal ocupado, las horas trabajadas y el valor de la producción, básicas en la medición de la productividad y en la construcción de indicadores que permiten evaluar con cierta objetividad la dimensión económica de lo que se hace.
Pero la concepción del arte y la cultura como algo económicamente inútil desprecia cualquier intento de medir y, por tanto, de evaluar proyectos específicos. En cambio, esta visión destaca sus valores simbólicos; predomina en las instituciones públicas de cultura, sostenidas mediante subsidios cuyo ejercicio vigilan de cerca ceñudos auditores, con tanto celo y tan poca noción de que terminan entorpeciendo las gestiones en nombre de la transparencia.
Por su parte, la LDC considera lo económico y lo simbólico de las actividades del sector y garantiza el acceso a la cultura como actividad productiva y como expresión de identidades colectivas. Este doble acierto de nuestros legisladores se suma a su refinado arte para confeccionar ordenamientos jurídicos de primer orden, alabados en foros internacionales. Desafortunadamente, entre el armónico mundo de las leyes y nuestra rasposa realidad se abre un abismo de omisión insalvable para el ciudadano común. Y como la luz de una estrella, nos llega fosilizada, más reminiscencia que actualidad vigente.
Un reto decisivo para la SC consiste en funcionar con base en los preceptos de la LDC y en la información de la CSC, de acuerdo con un concepto de arte y cultura más cercano al presente que al pasado. El aparato cultural enfrenta el reto de definir sus relaciones con la herencia de los siglos anteriores desde una mentalidad aferrada a formas pretéritas y sin herramientas suficientes para producir formas nuevas. De ahí las dificultades de todo tipo para trabajar con los artistas y con promotores independientes o con otras instituciones, en los términos de las recomendaciones y estándares internacionales, pero también de acuerdo con necesidades culturales específicas de cada región geográfica y grupo de población.
Pero el conocimiento impreciso de las necesidades de la sociedad exhibido por quienes diseñan las políticas públicas y toman decisiones en materia de cultura condena a cualquier proyecto a la disolución, como de hecho sucede con los planes oficiales, en la corrosiva corriente del olvido.