La historia oral es paradójica en muchos sentidos. No deja de ser curioso que pase por una corriente historiográfica vanguardista cuando, en realidad, es la forma más antigua de reconstruir el pasado: los primeros cronistas no hicieron otra que preguntar a los testigos.
Además, la propia denominación de “oral” se presta a malentendidos. Porque, si bien los historiadores recurren a la palabra de seres vivos, su testimonio no es útil sin pasar primero por tres fases: la transcripción, la interpretación y la utilización de la información recogida en un discurso elaborado.
Porque la fuente oral, como cualquier otro tipo de documento, vendría a ser como el ladrillo con el que se hace la casa de la Historia. No es Historia en sí misma, pero sirve para hacerla. En el camino; sin embargo, ha perdido su “oralidad” para adquirir carácter escrito. No puede ser de otra manera.
También llama la atención que una metodología que pasa por antiacadémica pueda defenderse con tanta brillantez a partir de los procedimientos doctos del mundo universitario.
Este es el caso de la última edición de The Voice of the Past (Oxford University Press, 2017), en la que el británico Paul Thompson (1935) pone al día su estudio clásico sobre la historia oral, publicado por primera vez en 1978 y, desde entonces, traducido a once idiomas. Al castellano, una década más tarde con un prólogo de Mercedes Vilanova, la gran pionera en España con la utilización de historias de vida.
Esta vez, nuestro autor ha contado con la ayuda de Joanna Bornat (1944), profesora emérita de la Open University. Ambos coincidieron durante muchos años en la revista Oral History, la más importante en su género a nivel mundial, que Thompson fundó a principios de los setenta.
La nueva versión del libro tiene en cuenta no solo la amplia literatura especializada surgida en los últimos años, también el auge de las tecnologías digitales que han cambiado por completo las posibilidades de difusión y archivo de las fuentes orales.
Disponemos así de un trabajo en el que la historiografía convive con una reflexión teórica de gran aliento. Porque no se trata solo de grabar testimonios sino de plantearse las cuestiones epistemológicas, éticas e incluso legales que acompañan su utilización.
El título, La voz del pasado, es un juego de palabras. Porque, al tratarse de fuentes orales, sería el pasado el que nos hablara en sentido literal. ¿O quizá no? En realidad, lo que encontramos son informantes que rememoran lo que sucedido, pero lo hacen inevitablemente desde el presente. No es el pasado, pues, el que se dirige a nosotros.
Somos los historiadores los que reconstruimos ese pasado que viene a ser como un muñeco al que los profesionales, ventrílocuos, le prestamos nuestra voz.
Con la clásica documentación escrita no sucede de otra manera. Aunque nos encontremos con papeles de hace mil años. Porque la lectura, y por tanto la interpretación, son operaciones que se realizan en la actualidad.
A los protagonistas de los hechos les sucede algo similar, sobre todo cuando la realidad se evoca desde un contexto muy distinto. No es fácil, revivir el horror del Holocausto, la anormalidad por definición, cuando se vive en la normalidad del presente y se teme que el sufrimiento pueda resultar increíble.
Thompson nos cuenta, en parte, la historia de un triunfo, el de David contra Goliat. Desde los años setenta, la historia oral ha pasado de situarse en los márgenes de la historiografía, casi como una excentricidad, a experimentar un fuerte desarrollo.
Tanto es así que sus críticos se sitúan, hoy, a la defensiva. No solo por una cuestión de principios sino, sobre todo, de poder: la historia oral, que ellos no dominan, contribuye a socavar las bases de su poder en el mundo intelectual.
La voz del pasado presenta una panorámica a nivel planetario en la que se evidencia la vitalidad de un movimiento que, si sufre alguna amenaza, es la de morir de éxito. Por el peligro de caer en la trivialidad impuesta tanto por la prensa escrita como por los medios audiovisuales.
Nos encontramos ante una historiografía plural. En medios académicos, las entrevistas se pueden concebir solo como una nueva tipología de documentación que añadir al repertorio clásico de fuentes. Aquí, sin embargo, hablamos de otra cosa. Porque Thompson no entiende la historia oral solo como una herramienta científica sino como un movimiento de cambio social. Al estilo de lo que acostumbran a hacer antropólogos y sociólogos, categoría esta última a la que él pertenece.
Lo que estos especialistas buscan es devolver la voz a una amplia gama de marginados: mujeres, niños, ancianos, víctimas de catástrofes… Desde esta óptica, recuperar el pasado viene a ser una especie de terapia por la que personas de todo tipo pueden enfrentarse a los acontecimientos traumáticos de sus vidas.
Hablar, de esta manera, se convierte en el primer paso para la liberación, gracias a un instrumental teórico interdisciplinar que tiene en cuenta el ámbito histórico pero también las aportaciones de la antropología, la sociología o el psicoanálisis. No obstante, hay que estar siempre alerta.
Nuestro autor hace bien en recordarnos que no captamos experiencias en estado puro sino mediatizadas por el entorno. Por eso, para comprender mundos ajenos, precisamos de algo tanto o más importante que los restos documentales: la imaginación.
La sensibilidad de izquierdas que subyace en estos planteamientos es evidente, muy alejada de las historias orales que se han practicado a mayor gloria del poder, como las recogidas en las bibliotecas presidenciales de los Estados Unidos para aproximarnos a los inquilinos de la Casa Blanca. Aquí, por el contrario, se persigue la cercanía a lo que Mercedes Vilanova denomina “las mayorías invisibles”.
Con la vista puesta no solo en rescatar visiones inéditas del pasado sino de abrir nuevos campos de investigación. Como la historia de la familia: a falta de textos escritos, la historia oral nos permite reconstruir su dinámica interna o los vínculos entre vecinos. Podríamos adentrarnos así en temas delicados como el aborto o la contracepción que suelen escapar a los habituales registros documentales.
La historia oral contribuiría también a la transformación de la realidad por su propia esencia democrática. El pasado ya no sería reconstruido por un especialista autorizado sino por un trabajo colectivo. Los entrevistados no serían, pues, personajes pasivos sino los agentes de la construcción de su propia identidad a través de la indagación sobre lo que fue. Eso, sobre el papel, suena maravilloso.
En la práctica, el responsable del producto final es el historiador. Suyo es el trabajo de ofrecer una visión con la máxima independencia posible. Y eso significa que no tiene que coincidir, necesariamente, con la interpretación de sus informantes. En este sentido, su trabajo no es democrático. Como no lo es el de un novelista, un pintor o un científico. El consenso sirve para muchas cosas, pero no para garantizar la verdad de unas conclusiones.
El historiador oral puede tener o no una ideología subversiva, pero, si es honesto consigo mismo, se verá obligado a desafiar tópicos que parecen inquebrantablemente sólidos. Las entrevistas nos ponen frente a un tipo de evidencia que nos lleva a cuestionar los conceptos de los círculos políticos y académicos con el sentido común de la gente de a pie.
Las certezas trabajosamente adquiridas saltan entonces por los aires, ya sean los dogmas de las historias nacionales o las teorías acerca de la memoria histórica.
¿Qué debemos preservar y qué no? Frente a una visión ingenua de la historia oral, Thompson nos empuja a reflexionar sobre si el recuerdo es siempre positivo. Cita, en este sentido, las palabras impactantes de un superviviente de la guerra de Bosnia, donde la gente estaba avergonzada por el horror: “No necesito recordar el pasado. Necesito un trabajo”.
Lúcidamente, Thompson apunta que estas palabras suponen un valioso correctivo a la exagerada confianza en el poder terapéutico de la Historia.