Pero ¿qué es Diego Medrano? ¿Persona? ¿Personaje? ¿Lo sabe él? ¿Lo sabe alguien? «Siempre somos otro cuando escribimos», confiesa. Vale. Pero ¿quién es ese otro? ¿Otro Medrano? ¿El Medrano que quiere ser? ¿El Medrano que le persigue?
Yo creo que todos somos Medrano. También creo que Medrano está en todos. Acabo de terminar Diario del artista echado a perder y ahora escribiré un párrafo sin pensar. El próximo párrafo lo voy a escribir con manos de corazón.
Medrano es un exhibicionista integral. Se muestra en cuerpo y alma. Él sabe que se muestra a un mundo de plástico. Tal vez sea esa la provocación: mostrarle al plástico un poco de obscena humanidad.
Medrano te pregunta: ¿qué haces? Te pregunta: si eres humano, ¿qué haces entre plásticos? Medrano no se esconde. Medrano escribe a pecho descubierto. Si Kafka es Samsa, y Flaubert, Bovary, Medrano es Medrano.
¿Qué necesidad tiene Medrano de crear un protagonista cuando él mismo es su personaje favorito? ¿Qué necesidad tiene de crear personajes secundarios pudiendo echar mano de todos los artistas de su cuerda?
Es anecdótico que este Diario del artista echado a perder vaya sobrado de erratas. Como si estuvieran ahí para recordarnos que nada es perfecto. Como si el autor le hubiera dicho al editor: no me toques ni las erratas, que por algo son el fruto de mi furor creativo.
Me gusta Medrano cuando dice: «Me gusta la autodestrucción casi tanto como el café o los maniquíes. […] El artista se destruye porque la obra tiene voz de vieja roñosa permanentemente al oído: “Esto no es lo que buscabas, esto es una completa mierda”».
Me gusta mucho Medrano cuando dice: «Lo socialmente extendido creo que ha de ser rechazado siempre por el individuo autónomo: es un truco para no depender de nada ni de nadie».
Y me gusta más que mucho el Medrano que escribe exclusivamente «para aquel que usa calcetines contra el desamor», y también el que dice que «la ignorancia es pensar que los libros tratan de otros».
Pero mi Medrano preferido es el que me lleva a París:
«La voz rota ―cristales hechos añicos al fondo de cada frase― es el lenguaje de la femme fatale parisina desengañada de la vida y cansada de las copas. Es la voz agonizante de las que van a los bares a no hablar o a dar un fiero zarpazo al que tienen al lado.
―¿Quieres fuego, princesa?
―¿Y tú por qué no te has muerto ya?
―¿Te apetece comer algo?
―Sí, tu hígado. Y luego tu corazón aún caliente».
Y luego está el Medrano que me fascina, que dice cosas de este tipo: «Siempre somos otro cuando escribimos. […] A lo mejor sólo somos sueño completo cuando parimos determinada obra y dudamos que hayan sido nuestras propias manos las que lo han hecho. Quizá no se pueda hacer arte con unas manos que saben lo que escriben. […] Quizá no se pueda producir belleza o tensión con un cerebro que siempre acierta adónde va».
Medrano vive la cotidianidad. En todo ve poesía y decadencia. Antes de que me dijera que este libro es una novela, ya lo sabía. Antes de que me dijera que sus personajes secundarios son sus lecturas, ya lo sabía. Tiene algo de mágico estar sintiendo algo y que el autor te lo ratifique. Antes de que me dijera que «este libro es la autopsia de un muerto», ya lo sabía, aunque más bien pienso que es la autopsia de un vivo.
Diego Medrano es subversivo y provocador.
Pero también sincero y tierno.
El escritor desnudo.