Una de las cosas de las que últimamente me he puesto a reflexionar es sobre el nacionalismo mexicano. ¿Qué me hace ser diferente a mí, como mexicano, con un argentino o un español? Hablamos el mismo idioma, con distintos acentos y expresiones propias de cada lugar. Pero también por esto caemos en el juego de: “el español mexicano es el mejor”. No hace falta explicar el chiste. Porque aún con los “hagáis” o los “haigas”, la lengua es la misma.
Pero nuestro nacionalismo, construido a partir de la visión de los vencedores, nos indica que entre el español y yo no puede haber convivencia, pues su patria dominó a la mía. Y aquí la discusión parece ser un cuento de nunca acabar, entre que si fuimos conquistados o colonizados. Sea uno o sea lo otro, asimilamos parte de la cultura española, la adaptamos juntamente con otra amplia gama de culturas, y las expropiamos.
Un mejor ejemplo de esta asimilación es el mariachi, gran símbolo nacional pero cuyo origen, aún discutido, nos permite ver el crisol que es México.
Otro gran ejemplo es la Tauromaquia. Puede gustarnos o no, pero si vemos desde dónde se originó y hasta dónde ha llegado en nuestros días, vemos esos préstamos culturales que han engendrado más elementos nacionalistas.
Pero como antes mencionaba, el problema de esta ideología son sus arquitectos.
¿Qué es el mexicano? Es una de las grandes interrogantes que muchos intelectuales como Samuel Ramos u Octavio Paz han tratado de responder. El propio Vasconcelos negaría la existencia del mexicano para reemplazarlo por el latinoamericano, aquel que es de la raza cósmica. Tres intelectuales en distintas épocas, algunas más cercanas que las otras, pero con una aparente coincidencia. El mexicano es el mestizo.
Porque en un país como México, no todos somos mexicanos. Pues al indígena se le dice que es mexicano por el simple hecho de nacer en territorio nacional, pero a cambio tiene que hablar español, educarse con textos que le son ajenos a su realidad. Encuentra un México donde todos aman a los indígenas, aquellos legendarios hombres en cuya sangre corría sangre de los dioses, sólo para encontrarse con otro México que los discrimina.
Curioso, decimos que los españoles arrebataron las tierras a sus legítimos dueños, y a ellos los sometieron en un adoctrinamiento completamente opuesto a su cultura. Les arrebataron a sus dioses para imponerles una cruz; les privaron de su idioma para castellanizarlos a todos. Pero las cosas no han cambiado.
Claro, ahora en lugar de los españoles, el omnipotente Estado es quien arrebata las tierras a sus legítimos dueños para efectuar obras que modernicen al país mientras los indígenas siguen marginados. Ya no se les obliga a hincarse ante una cruz, pero sí ante la Constitución y las instituciones del gobierno. Se les prohíbe una organización autónoma y aquellos valientes que ignoran las amenazas del gobierno, tienen que vivir en un completo aislamiento. Se les sigue obligando a utilizar el castellano como idioma, a acudir a una escuela, ya no para recibir catecismo, sino obediencia absoluta al “príncipe sexenal” y a las “santas” instituciones.
Pero insisto. El nacionalismo no es lo negativo, sino aquellos que se valen de esta ideología para legitimar su pleno dominio sobre la masa. Los estados del norte e inclusive los del sur, pueden alegar que no están del todo identificados con esta concepción nacional. Basta con ver nuestra bandera para distinguir la centralidad del Estado mexicano.
Posiblemente, el nacionalismo sigue siendo una ideología sin poder madurar del todo. Y entonces sí, una vez que haya logrado desarrollarse plenamente alejada de los intereses particulares de una minoría, podría aspirarse a llegar una sociedad cosmopolita, cuyo gobierno civil deje de guiarse por divisiones y subdivisiones sociales, sino que contemple al hombre como un todo.