La experiencia de la victimización es atractiva para muchas personas, tanto que es una posición difícil de abandonar cuando se tienen los reflectores sobre sí, cuando el papel protagónico resulta tan hecho a la medida.
Y es tan justo el papel de víctima que encarnan algunas personas que en efecto, resulta adecuado, pero no como una adecuación dada desde el exterior, sino como una adecuación a la que se ajusta la persona.
De ahí que el papel de víctima sea justo en tanto se ajusta a determinada persona, es como con un disfraz a la medida donde se toma una muestra de tela y luego se ajusta poco a poco hasta que queda sin ningún remiendo.
Sin embargo, falta saber qué es la victimización, o en otras palabras, ¿quién es el sujeto que se llama o se hace nombrar -como sucede en este caso-, víctima?
Lo primero que diremos es acerca de la posición de quien se dice víctima: es aquella persona que se coloca en una posición de inferioridad de condiciones, donde lo que sobresale es que desde ahí logra ciertos beneficios personales.
Para Freud (Inhibición, síntoma y angustia, 1926), el ser víctima forma parte de su estructura personal donde al serlo se está obteniendo cierta ganancia que es desconocida para quien la experimenta porque es más del orden inconsciente.
Desde esa posición miente, sugestiona, desfigura la realidad para poder manipular lo que le rodea, donde contrariamente a lo que profesa, ostenta un poder en relación con otros; ahí radica precisamente la ganancia.
Además de la exagerada atención que busca en su entorno, se encarga de influir a las personas que le atienden, aquellos que se dejan llevar por lo que aparenta con el disfraz.
Los que le rodean no soportan el papel de sufrimiento que ven en la victima y hacen caso a sus demandas, no importando si éstas son o no reales.
Como de lo que se trata es de no verlo sufrir, se le colman las demandas de atención, con el problema de que dichas demandas parecen infinitas; una retahíla de quejas que no se acaban porque en esencia es de eso de lo que se trata.
Que las quejas, las dolencias no se acaben pues de lo contrario queda en juego el disfraz, el papel protagónico ante el cual se ha comprometido de por vida.
Por otro lado, diremos que en la victimización, como expresión de la neurosis, subyace una pregunta, una de tal magnitud ante la cual el sujeto parece no tener escapatoria: ¿por qué yo?
El por qué a mí, el por qué todo me pasa, es una cuestión que sugiere una posición subjetiva donde se idealiza ser el centro de todo, por supuesto, una suerte de egocentrismo donde el sujeto se ve orillado incesantemente a buscar el centro.
El centro de atención, el centro del escenario, el centro del huracán, etc.
Y es desde el centro -colocación primordial para la víctima- donde se percibe una suerte de placer mezclado con dolor, es decir, lo que Freud (Más allá del principio de placer, 1920) concebía como masoquismo.
El masoquismo como la tendencia obsesiva que motiva a la persona a recordar y buscar encontrarse con la condición traumática a la cual asegura pertenecer su pasado y su presente.
En el psicoanálisis encontramos que el masoquismo identificado por Freud es a razón de una especie de forma peculiar de placer, pero de uno en particular que va más allá de la conciencia de la persona.
Cada persona cuenta con maneras específicas de ubicarse en el mundo, de representarlo y de otorgarle sentido, pero al mismo tiempo, cada persona tiene formas especiales de sufrir y vivir ante la realidad.
A esa especificidad de cada quien, ese más allá del placer lo llamaremos goce, el cual puede entenderse en breve, como algo que va más allá de lo placentero, y que atraviesa y se colma de dolor y sufrimiento la existencia del sujeto.
Esto significa que en la experiencia de la víctima su goce está mezclado con dolor y sufrimiento, y todo aquello que hace o toca ha de tener esa marca, un rasgo característico al que no puede darle vuelta, puesto que como hemos señalado, en su estructura psíquica el goce –placer y dolor mezclados-, es el patrón o molde.
De tal manera que resulta hasta cierto punto entendible el sentido de las relaciones que se buscan los que se dicen victimas; los trabajos, los amigos, las parejas, es decir, que todo vaya de acuerdo al molde que está configurado en el fondo.
Sin embargo, no todo está perdido para el que se dice víctima, e insistimos en eso, se dice víctima, porque aún sin decirlo, lo representa, lo escenifica, y es en esa representación, protagónica por cierto, que no pude evadirse.
Y es que el sufrimiento no se dice, se grita, se llora, y es por esa razón que en la estridencia de la representación dramática del sujeto que se dice víctima, no logra escucharse, porque no se escucha cuando se grita.
Pero no escucharse cuando se está gritando o llorando, no saber de sí, no quiere decir que la pregunta subyacente del sujeto –el por qué a mí-, no pueda ser retomada y redirigida en otra dirección.
A esa re-dirección que puede tomar el sentido del cuestionamiento en el sujeto la nombraremos como la resignificación.
Adelantamos que la persona que se dice víctima porta un disfraz, el del papel protagónico del drama que está representando como hemos analizado, pero eso no significa que no pueda desvestirse y cambiar de ropas…