Creamos máscaras para hacerle frente al mundo, algunas veces las adornamos otras nos presentamos apenas cubierta la piel, de lo que se trata es de no dejar ver la carne; que no te vean las venas, que no te vean las heridas y el rojo sangre.
Creamos máscaras para no dejar mirarnos a los ojos, para que no vean como se tensan los músculos del rostro mientras hablamos intentando decir que la vida sigue, que nada pasa, que estamos bien.
Las máscaras han existido desde la propia historia de la humanidad, las hay para ceremonias, para entretenimiento, para mantener el anonimato, así como forma de protección.
En esta última faceta, la máscara se usaba en la antigüedad para protegerse de fuerzas desconocidas como de los fenómenos naturales que eran inconsistentes y destructivos para el humano.
El uso era de tal magnitud que quien la portaba para proteger a su horda, terminaba quedándose en una representación indefinida, y era lógico si tratamos de entender la mirada de los primeros humanos frente a un huracán o una tormenta, o incluso frente a un temblor.
Entonces la persona que portaba la máscara protectora se adhería a ella de por vida, no se podía andar por ahí sin la máscara cuando no se tenía certeza sobre el momento en que el entorno podría volverse violento.
Ahora bien, en tiempos modernos se ha discutido acerca de cómo los sujetos crean y usan sus máscaras sin dejar de lado una especie de esencia o interioridad ajena a la representación.
Incluso es una explicación psicológica un tanto ambigua, derivada precisamente del origen etimológico de la palabra máscara, que de acuerdo al griego tiene su raíz en el vocablo personae, de ahí por lo tanto, el concepto de persona y personalidad.
Explicación que como decíamos tiene una aplicación a la psicología, que aunque inestable, pero ha tenido una fuerte aceptación a lo largo de muchos años.
Se dice que las máscaras, de acuerdo a lo anterior, no hacen más que cubrir lo esencial, lo interno, lo real de la persona –nótese aquí un pleonasmo-, cuando de acuerdo a ciertas evidencias lo que sucede es lo contrario.
Zizek (Goza tu síntoma, 1992) interroga la postura clásica de la máscara, la que veníamos señalando, y dice lo siguiente:
…una máscara no es nunca sólo una máscara, dado que determina el lugar real que ocupamos en la red simbólica intersubjetiva; lo que es efectivamente falso y nulo es nuestra “distancia interior” respecto de la máscara que usamos –el “papel social” que desempeñamos-, nuestro “verdadero yo” oculto bajo ella (p. 50).
Esto significa que, no existe ninguna suerte de distancia respecto de la máscara, es más, la máscara misma nos determina en tanto el discurso que de ella deriva, puesto que el sujeto no es antes de su discurso, de lo que dice, sino es a partir de lo que dice, o en otras palabras, el sujeto es un producto de su decir.
Más adelante el mismo Zizek (Ibídem) afirma algo que contradice completamente la versión clásica de la máscara o personalidad, el usar una nos hace realmente lo que fingimos ser (p. 50).
Y si lo que fingimos ser es realmente lo que somos -de acuerdo a esta perspectiva psicoanalítica en la que Zizek se apoya-, un velo se presta a caer tanto en lo particular como en lo social.
Como en el caso del sujeto antiguo, comenzó portando una máscara para proteger a su pueblo y después se hizo tan continua hasta que la misma quedó pegada a él, en ese momento ya no hubo distancia con la máscara, él y ella fueron uno.
Lo podemos ejemplificar incluso desde la posición del actor. El actor por más que diga que lleva una vida diferente a la de sus personajes, para el público resulta indiferente, es y seguirá siendo lo que representó en escena.
Se termina actuando indefinidamente, usando la máscara que se creyó, algún día podría quitarse, pero con lo que se encuentra frente al espejo es que no hay manera de quitarse la máscara, lo de abajo, lo que se cubre no se puede ver, hay tabú al respecto; no mirar la sangre, las venas, la forma como los músculos del rostro se tensan para decir, estoy bien, nada pasa.