Algunos pensadores contemporáneos han tocado el tema de la inmediatez y las repercusiones sobrellevadas por nuestra sociedad actual. Hemos caído en un atolladero de aberraciones que rigen nuestra vida, a través de dispositivos que nos hacen fluctuar en una “era del vacío”. (Lipovetsky)
Por un lado, nos encontramos inmersos en un consumismo desenfrenado a través del cual desechamos la mayoría de lo que adquirimos, física y emocionalmente. Ya no es suficiente contar con la posibilidad de cubrir alguna de nuestras necesidades, sino poseer aquello que está “a la moda” y que va acorde con una identidad frágil y cambiante, inestable.
Los avances tecnológicos que surgen acuciosamente, y que en un inicio fueron concebidos con el afán de servir como herramientas para el ser humano, se han convertido en una producción en masa, que únicamente busca el beneficio propio y ha instaurado la idea de “lo obsoleto”, nulificando todo aquello que representa durabilidad.
De esta manera, cada aparato tecnológico que llega a nuestras manos pierde su valor en un período muy corto. “El nuevo teléfono móvil nos ofrece poquísimas prestaciones nuevas respecto al viejo, pero el viejo tiene que ir al desguace para participar en esta orgía del deseo”. (Eco)
Pero, no sólo el consumismo desenfrenado propiciado por monopolios monstruosos tiene lugar. También hay aspectos de gran peso para el ser humano, tales como la educación, la vida laboral, nuestras relaciones afectivas, nuestras creencias, etc., en los que vehementemente se refleja la inmediatez, englobada en lo que el sociólogo Zygmunt Bauman, formularía como “la sociedad moderna líquida”. Definida como “aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en una rutina determinadas”.
Es decir, no hay cabida para la permanencia, para la estabilidad, para echar raíces conservando una identidad inamovible e inmune al bombardeo de la multiplicidad de contenidos, de tendencias, de opciones evanescentes, una “bulimia sin objetivo”. (Eco)
Cambiamos de trabajo, cambiamos de pareja, cambiamos de lugar de residencia, cambiamos de amistades, de look, de creencias, de afinidades, de ideologías, de personalidad, de preferencia sexual, de carrera, de religión, de prioridades… como un torrente al que es mejor ceder y tratar de no ahogarse, flotar o dejarse arrastrar; no evadir, dejar que nos lleve a su antojo, morirse de alguna manera, anulándose al no oponer resistencia o rendirse quedando sedimentado por el fango. De alguna u otra manera, el cambio no es lo malo, sino el tiempo tan corto en el que se da. Tan vertiginoso y abrupto es el suceso, que ni si quiera se llega a tener la comprensión exacta de todo lo que conlleva. No se absorbe más que de manera superficial.
Difícilmente podremos escapar de alguna de estas trampas. Sin embargo, creo que no es imposible.
Existe la posibilidad de lograr empoderarse y dejar a un lado el individualismo contemporáneo, la desidia y la dependencia tan arraigada a lo superfluo. Existe si lo hacemos consciente y en verdad logramos, de una vez por todas, despojarnos del miedo a la imposibilidad y del deseo relámpago de la incongruencia y erigirnos alejados de los confines de la miopía.