Cualquiera que haya abordado un autobús urbano conoce la experiencia de escuchar algún trovador que después de cantar pide a los pasajeros una cooperación económica. Esta variante motorizada del canto callejero, considerado una forma de autoempleo informal, se presenta para los cantantes y músicos trashumantes como una fuente de ingresos alternativa al canto y la tocada en aceras de calles concurridas y parques públicos. Una opción con rasgos propios que nos autoriza a sentir y pensar la trovada camionera como un mester de urbanería.
El repertorio disponible abarca prácticamente todos los géneros, desde rancheras y boleros hasta rocanrol y rap. Además de la guitarra, la instrumentación cuenta con acordeón, armónica, violín y claves. O una simple botella que hace las veces de güiro para llevar con un palito el ritmo de una cumbia muy bailable. También hay quienes cantan con pista, buscando acercarse a la interpretación original, o a capela, confiando en su instrumento vocal para motivar una mayor cooperación del respetable. Finalmente, hay quienes interpretan sus propias composiciones y las ofrecen a la venta, grabadas en discos compactos.
Actualmente, la diversidad ha crecido y, además de mendigos o invidentes o con otra discapacidad que así procuran el sustento de sus familias, los usuarios del transporte público de pasajeros escuchan a jóvenes estudiantes de música y canto que toman el camión en busca de un ingreso adicional para pagar parte de sus estudios. Estos futuros músicos o cantantes se diferencian de los trovadores urbanos tradicionales, entre otras cosas, en el modo de asumir su actividad. Eventual para ellos, permanente para el trovador atado a necesidades más elementales que la formación académica.
En Aguascalientes, por ejemplo, donde hay carreras de nivel licenciatura de cantante y músico intérprete de diversos instrumentos, los autobuses transportan cantantes que interpretan para el resto de los pasajeros, con técnica más o menos depurada, tanto arias operísticas como canciones populares antiguas y que al graduarse desaparecen, supuestamente convertidos en intérpretes profesionales. En los atestados autobuses también circulan raperos que comparten con su efímero público algo más que el ritmo y la rima: su parte en la historia de la ciudad; al hacerla suya la hacen de todos y de esa manera logra volverse entrañable, el canto deviene memoria colectiva. Algunos con una visión más comercial se las han arreglado para grabar sus propias composiciones y venderlas al público. Éstos y aquéllos cantan viajando provisionalmente.
Como un caso singular entre muchos se puede mencionar el de un joven armado con una guitarra que al abordar saluda y por supuesto nadie le responde. Infaliblemente, esta indiferencia le da pie para un discurso relámpago sobre el avanzado estado de descomposición de nuestras relaciones interpersonales, presentarse, vender las desventuras de Botellita de jerez para sacar su primer disco y revelar su decisión de grabar por cuenta propia con lo que junte, pues tampoco él canta lo comercial y, finalmente, se ejecuta el charrockanrol. Un abismo lo separa del trovador que sin anunciarse empieza a rascar su guitarra y suelta su voz gangosa: “para ti soy libro abierto…” y luego pasa la mano frente a todos.
Sin embargo, la diversidad colectiva oculta la pobreza individual. Cuando solo interpreta, el trovador urbano se encierra en la repetición de lo mismo y debe moverse constantemente en busca de nuevo público. Mejor que aprender otras canciones; con tres basta para emprender el viaje. El mayor riesgo del trovador urbano consiste en el acartonamiento. Los que tienen más creatividad se apean del autobús y buscan trabajo en algún grupo, orquesta o banda que toque en algún bar o restaurante, un salón de baile o una sala de conciertos.
En cambio, los otros siguen su viaje, atados fatalmente al trovar urbano mediante el lazo establecido cuando la gente coopera. Milagrosamente, las manos de estos artistas se llenan con lo que la mayoría les comparte. Y compartirán mientras la música y el canto ejerzan sus poderes sobre nuestra sensibilidad, para llevarnos a despreciar el dinero como una forma de enfatizar la jerarquía superior del otro sobre cualquier otra cosa que medie entre nosotros.