Si alguien se ha preguntado por qué es cada vez más difícil poder costearse la vida en la Ciudad de México, por qué se ha encarecido absurdamente a pesar de que la delincuencia ha aumentado, del insoportable caos vial, del precario servicio de transporte público que se ofrece, de las calles llenas de hoyos, de las inundaciones en cada temporada de lluvias, de muchas vialidades obstaculizadas por obras públicas, etcétera, tal vez en el fenómeno de la gentrificación encontremos la respuesta.
Pero, ¿qué es la gentrificación o aburguesamiento de las ciudades?: “Es el proceso mediante el cual la población original de un sector o barrio, generalmente céntrico y popular, es desplazada por otra de un nivel adquisitivo mayor”.
Sí, le pasa a todas las grandes ciudades, a las capitales del mundo, éstas a las que se quiso sumar la Ciudad de México, y que empezó por cambiar su imagen añeja (Distrito Federal) por una que en apariencia, desde afuera, muestra una cara más joven; sin embargo, es solo una careta, una máscara: el cascarón.
La apertura a la diversidad sexual, a la tolerancia a cualquier tipo de manifestación de ideas, a la empatía por las causas de las minorías, a la creación de leyes en favor de las mujeres y demás cambios que vistas de primera mano son expresiones de una comunidad libre y abierta; es decir, vanguardista, cosmopolita y moderna, no se han echado a andar por un compromiso social real, por una creencia sincera, por una ideología comprometida por tales causas, sino para dar una imagen de apertura, de evolución con la cual atraer inversión extranjera (de grandes empresas multinacionales, grandes constructoras, por ejemplo); también, para volverse atractiva a ojos del turismo internacional y nacional; es decir, tal cambio tiene un objetivo comercial: vender bien la ciudad, y en consecuencia, encarecerla.
Sí, les ha resultado muy bien. Han vendido bien a sectores de la ciudad que pueden pasar como lugares para compartir expresiones artísticas, para aquellos bohemios; otros sectores, se muestran ideales para el desarrollo comercial a gran escala; otras, para sostener grandes complejos de oficina en las que se pretende mover al mundo, en fin, la CdMx de a poco se vuelve una capital del mundo, pero con un pequeño problema: el gobierno capitalino se olvidó que en su ciudad moderna, también habitaban personas.
Con esta serie de cambios, llegó una población distinta, con mayor poder adquisitivo –por esa razón se pueden ver marcas de lujo en centros comerciales en donde antes no tenían cabida, porque no había mercado para ellas-, con posibilidades de inversiones mayores.
Las construcciones viejas se derrumban para construir nuevas -pero aun precio altísimo-, con las que se satisface a ese sector poblacional que empieza a llegar a la ciudad, porque ellos se han dado cuenta que sí, que esa modernidad en varios sentidos existe, para ellos, para los otros: la ciudad se vuelve atractiva y aspiracional no sólo para los extranjeros que de tanto están llegando para residir e invertir en ella (desplazando a los pequeños negocios locales, a los comercios que con el encarecimiento de la ciudad tienen que irse porque ya no es costeable su existencia: pequeñas cocinas, misceláneas, estéticas, papelerías, etcétera, o los negocios sostenidos por oficios como los zapateros), sino que gente de una capacidad económica mayor, de sectores acomodados provenientes de otros estados de la república, son atraídas a instalarse en la ciudad por lo que vende la marca CdMx.
Y, por ejemplo, llegan a radicar, pagando precios injustificados en lo referente a las rentas con relación al lugar ofrecido, inflando el valor de las viviendas, consiguiendo con ello el establecimiento de costos altos que el habitante local, las familias que por generaciones han vivido ahí, no pueden pagar más; y esto provoca que tengan que buscar, a las afueras de la ciudad o en zonas marginales, una vivienda que medianamente puedan pagar.
La ciudad se vuelve imposible para muchos de los habitantes locales que piensan en irse a otros estados porque no solo la calidad de vida ha bajado sino que aunado a ello, los costos de permanecer en ella se han vuelto incosteables.
Se podrá de decir que es el precio que tienen que pagar por la evolución, por el avance, que los que no se adaptan a las circunstancias los desplazan, que la preparación educativa es la salida, la salvación –¿para cuánto alcanza el sueldo de alguien que solo tiene licenciatura?, ¿para cuánto alcanzaba antes? ¿Qué venden ahora como producto para obtener ese sueldo que alcance para estos cambios? Por ejemplo, las maestrías, y con ello, inevitablemente éstas van multiplicándose por doquier, dejando su verdadero valor educativo en segundo plano. El negocio ante todo, y otra vez, sólo para algunos.
Sin embargo, sí, tendrían razón los que podrían argumentar de la manera anterior en el caso de que no se tuviera un gobierno que se supone vela por los intereses de todos y no nada más por los de ciertos sectores poblacionales; es decir, que la irrupción violenta de la gentrificación es tan llamativa que no permite –por el deslumbramiento que provoca- el cambio gradual, no permite que se haga un estudio mayor de las consecuencias sociales (el desplazamiento provoca angustia, tristeza, depresión, soledad y desesperanza: una derrota) que este fenómeno acarrea.
Los gobiernos no se preparan ante esto porque el brillo del oro los enceguece, y esto provoca que no se hayan implementado trabajos sociales en favor de aquellos que inevitablemente no podrían adaptarse, ni tampoco hubo programas incentivados por el gobierno local que pudiese paliar los efectos negativos, o preparar a la población, de alguna manera, para su inclusión y no exclusión de esta nueva sociedad que de tanto se va transformando; tampoco existieron alternativas –y menos en un país violento como este en donde se mire a donde se mire, solo vemos desaparecidos y asesinados- de vivienda afuera (¿los estados que se pensaban “tranquilos” cómo están ahora?).
Este fenómeno de aburguesamiento hace de las clases medias más medias –estancamiento en su progreso por el endeudamiento que generan para mantener su estilo de vida- o menos medias y a los pobres más pobres o marginales.
No es de extrañar que la delincuencia aumente en estos casos, que las zonas de clase media alta o alta estén rodeadas por colonias pobres.
Sí, la CdMx quiere ser una capital del mundo –tiernamente aspira a ser Nueva York o Paris o Berlín o Tokio-, pero se les olvidó que al interior, detrás de esa llamativa máscara, está el verdadero sostén de la ciudad, pasándola mal, sobreviviendo, manteniendo su estilo de vida con base en créditos cada vez más altos, tratando de adaptarse a una ciudad que poco a poco los expulsa.