El 2 de mayo del año 2002, a través de los sistemas de comunicación policiales, el comandante Guillermo Robles Liceaga, uno de los altos mandos de la Secretaría de Seguridad Pública en el Distrito Federal pedía ayuda: “¡nos están disparando! ¡Necesitamos apoyo! ¡Envíen apoyo! ¡Vamos por el Metro Aragón!”. Habitantes de la colonia Casas Alemán en la delegación Gustavo A. Madero habían reportado disparos alrededor de las 2 de la tarde y algunos incluso aseguraban haber visto una motocicleta y dos automóviles persiguiendo un Chevrolet Malibú color vino por Circuito Interior, automóvil en el que viajaban el comandante y su escolta Martín Guerrero Rojas, y que terminó la huida estampado en un domicilio de la avenida Río Consulado. Ambos fueron asesinados en el sitio. Días después se supo que un narcotraficante que entonces operaba supuestamente en los municipios mexiquenses de Villa del Carbón y Nezahualcóyotl habría pagado 200 mil pesos por matar al policía.
El 22 de diciembre del año 2009 Antonio Ibarra Salgado desayunó en el restaurante de un hotel en Culiacán. Cuando el secretario de Turismo en la administración de Jesús Aguilar Padilla terminó, subió a la camioneta Chevrolet Suburban blanca a cuyo volante se encontraba su escolta, Encarnación García Valdez, elemento de la Policía Estatal Preventiva, quien condujo por la avenida Álvaro Obregón hacia el norte. En algún punto del trayecto, justo frente a un kinder, fueron interceptados por un grupo que, armados con rifles AK-47 y pistolas FN Herstal conocidas como “matapolicías” por la capacidad para atravesar blindajes, les arrebató la vida. Meses después se sabría que cada uno de los involucrados en el hecho había recibido entre 2 mil y 3 mil pesos por ello.
Hace días, en Tijuana, la doctora Alma Angélica Ciani González, egresada de la UNAM y vecina de esta fronteriza urbe, fue asesinada frente a sus hijos y su madre en un consultorio establecido en la colonia Libertad. Supuestamente dos hombres ingresaron al lugar y le dispararon en varias ocasiones. La mujer murió durante su traslado a una clínica. Uno de los ejecutantes fue detenido recientemente y, de acuerdo con reseñas periodísticas, hizo dos comentarios que bien hablan del nivel de descomposición social: reconoció que fue contratado para asesinar a una persona. El “trabajo” le redituó 10 mil pesos pero, desafortunadamente, se equivocó de víctima.
El aumento de la violencia es un fenómeno mundial, indudablemente, pero la realidad de este asaltado México ha sobrepasado ya cualquier calificativo.
A finales de la década de los 80, en el siglo pasado, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), publicó “La violencia y sus causas”, una recopilación de investigaciones y estudios en la que, entre otras afirmaciones, se subraya que la causa inevitable de la violencia es la conclusión de un tipo de paz precaria que corresponde solamente a la ausencia de conflicto armado. Sin progreso de la justicia o, peor aún, una paz fundada en la injusticia y en la violación de los derechos humanos.
Uno de los trabajos publicados fue el ensayo “Los medios de comunicación social: ¿síntomas o causas de la violencia?”, del entonces director del Centro para la Investigación de los Medios de Comunicación de la Universidad de Leicester, en el Reino Unido, James D. Halloran, quien afirmaba que a pesar de los problemas, ya tenemos información suficiente para saber por dónde debemos empezar si queremos reducir la conducta violenta en nuestras sociedades. En el informe final de la Comisión Nacional de los Estados Unidos sobre las causas y la prevención de la violencia se pidió “un reordenamiento de las prioridades nacionales y una mayor inversión de recursos destinados a establecer la justicia y lograr la tranquilidad nacional”.
Esta conclusión, formulada hace más de 40 años, continúa siendo válida y todos los gobiernos y administraciones de nuestro ensangrentado país han dedicado no pocos millones de pesos al rubro, el problema es que ese gasto no ha llegado a buen puerto y la justicia empieza a convertirse en una especie de sueño inalcanzable para cientos, miles de víctimas.
La realidad es que en nuestro México no hay dinero que alcance para garantizar la seguridad de la ciudadanía porque las prioridades cambian de acuerdo con los caprichos y compromisos adquiridos por la clase política; lo penoso es que la tranquilidad nacional se mide con la estadística de homicidios, y lo realmente grave es que el olor a muerte se ha empezado a asimilar sin mayor problema.
A la larga, quizá el maestro José Alfredo Jiménez tenía razón: no vale nada la vida…