“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces, para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.”
Eduardo Galeano
Desde siempre me sentí ajeno a la vida, no recuerdo haberla querido y tampoco sentirme agradecido por poseer una vida con condiciones que, en este mundo enfermo, es envidiable.
Nacer en un mundo como este (hasta la fecha único) te condiciona a vivir en un pequeño planeta conformado por infinitos cúmulos de burbujas opacas. Burbujas que se llaman familia, amigos, drogas, sueños, aspiraciones, pandillas y la lista se extiende hasta palabras inventadas y amalgamas idiomáticas.
Mi naturaleza, hasta cierto punto hecha de una timidez diluviada y una misantropía defensiva, se fue contradiciendo con la necesidad de gritar. Mis pulmones infantiles ardían antes que la germinación de mi conciencia. Balbuceaba ebrio de ira. Con la aparición de mis ojos y una boca plagada de insectos hechos de mutismo tuve que formar, en primer orden, una forzada extroversión para luego mutar a una personalidad común, sigilosa, amante ferviente de las contradicciones y demasiado curiosa para mis capacidades.
El lenguaje se manifestó en el momento más indicado: cuando me sentí harto por primera vez de la monotonía a la que ya me veía condenado. Exploré cuanto pude el mundo, en aquel tiempo gigante, de mi casa y allí, entre guías turísticas y álbumes fotográficos estaban los veinte tomos de “Viajes extraordinarios” una colección de todas las novelas de Julio Verne relacionadas con el azaroso acto de viajar.
Alrededor de veinte y cuatro novelas conforman el conjunto de los primeros tornillos y engranajes de la locomotora que existe en mi cabeza, con la única de función de perseguir a la utopía.
A partir del descubrimiento de Verne encontré la excusa perfecta para destruir mi cerebro a través de los constantes desvelos. Además, descubrí la existencia de mundos condensados llamados libros.
Los libros llenos de buena la literatura y del oceánico pensamiento humano se transformaron en la sola raíz de mi perpetua nostalgia. Entendí que mi nostalgia no se debe a un pasado (extrañar al pasado es como dormir con ataúdes alrededor), sino al deseo de un mundo inmaterial. No hablo de mitologías o nubes con formas de humanos o animales, hablo del fallecimiento de mi condición cansada y absurda.
Rompí el diario suicida cuando le perdí el miedo a inventar todo lo que quisiera, cuando entendí que, aunque la adicción al descubrimiento me lleve a la ceguera o la muerte o que la adicción a la música me lleve a quedar sordo, tendré siempre, a mi lado, el arma vital de la invención. Tengo el día para soñar despierto, para cegarme con el cielo sostenido por pilares de estrellas y tengo la noche para soñar solamente.
Tanto la imaginación como la racionalidad y la vida tienen en el plano vital una naturaleza inmaterial. La explosión creativa arma, por el medio posible, un sueño y luego lo transporta a seres hambrientos para que sueñen y tengan, aunque sea un instante inmaterial, libre de este mundo absurdo. La ciencia es la causa de la invención de lo bello; considerar algo bello conlleva un entendimiento, un grito en la cara y una interpretación. Las preguntas de la ciencia buscan interpretar el entorno. Es más como tomar una piedra desconocida, luego hacerla suya y con ella esculpir, con el perfecto cincel del número, lo desconocido. La vida converge entre las vibraciones de los dos mundos: en la construcción de lo desconocido y la maquinaria infinita de los sueños.
No parar de soñar y el constante descubrimiento de lo desconocido son la única forma de revelarse a la vida. Querer contradecir lo que somos es una guerra que siempre ha estado perdida, pero se puede lograr hacerla constante y tan duradera como la existencia de la vida misma: heredando sueños, descubrimientos y un constante deseo de ver en este mundo la utopía más descarriadamente feliz.