La transmisión del saber conlleva una serie extensa de aplicaciones y engloba distintos ámbitos que nos regalan diferentes retrospectivas. La mirada que el erudito George Steiner nos ofrece en su obra: “Lecciones de los maestros” es primordial para ampliar el panorama de esta policromática profesión y las implicaciones que tiene el ser un Maestro auténtico o uno falto de vocación.
Existe una gama variada que va desde los tintes grisáceos que dejan aquellos maestros al ir arrastrando una estela opaca, dejando a sus alumnos in albis hasta los que imprimen destellos bermejos del eros, forjados a partir de lazos firmes, duraderos e inspiradores.
El alba del saber entraña un poder imponderable y hace distinción entre lo esotérico y lo exotérico, entre lo oculto y lo que ya nos llega diluido.
“…Enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano. Es buscar acceso a la carne viva, a lo más íntimo de la integridad de un niño o un adulto. Un Maestro invade, irrumpe, puede arrasar con el fin de limpiar y reconstruir…” («Lecciones de los maestros» de George Steiner).
Contrariamente, la mala praxis puede acarrear dificultades o anomalías con consecuencias deplorables para la formación educativa y el saber en general.
“La mala enseñanza es, casi literalmente asesina y, metafóricamente, un pecado. Disminuye al alumno, reduce a la gris inanidad el motivo que se presenta. Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío. Millones de personas han matado las matemáticas, la poesía, el pensamiento lógico con una enseñanza muerta y la vengativa mediocridad, acaso subconsciente, de unos pedagogos frustrados…” (Ibídem).
Paralelamente, tras bambalinas de la pedagogía actual se encuentra una industria monstruosa que se ocupa de desviar el sentido auténtico y que permea una educación que no hace más que caer en el miasma de lo monetario.
Los modelos a seguir han caído en la podredumbre de la superficialidad. El respeto a los Maestros y a la sabiduría que emanan se ha ido evaporando a través de una marejada de destiladores que sólo optan por beber torrentes vacíos de contenido sustancial.
“La admiración —y mucho más la veneración— se ha quedado anticuada. Somos adictos a la envidia, a la denigración, a la nivelación por abajo. Nuestros ídolos tienen que exhibir cabeza de barro. Cuando se eleva el incienso lo hace ante atletas, estrellas del pop, los locos del dinero o los reyes del crimen. La celebridad, al saturar nuestra existencia mediática, es lo contrario de la fama. Que millones de personas lleven camisetas con el número del dios del fútbol o luzcan el peinado del cantante de moda es lo contrario al discipulazgo. En correspondencia, la idea del sabio roza lo risible” (Ibídem).
El poder que entraña cada recoveco de esta asignatura es imprescindible. Todos aquellos que nos atrevemos a navegar en los confines inmensos del complejo acertijo de transmitir nuestro entendimiento, debemos de ser conscientes (al menos en algún plano) de lo que invoca tan grata tarea.
El placer de despertar del gran sonambulismo que aleja de la búsqueda fundamental y la autarquía no tiene punto de comparación. No hay mejor manera para realizar lo imposible que la certidumbre emanada proveniente del convencimiento de que somos capaces para absorber lo que nos corresponde. “Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros: inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos… Es una satisfacción incomparable ser el servidor…” (Ibídem).