Imagen de portada: Despedida de Romeo y Julieta en el balcón por Ford Madox Brown.
Continuando con nuestro análisis de la erótica platónica, concuerdo con los intérpretes que sostienen que los dos primeros discursos del Fedro –el texto de Lisias que lee el mismo Fedro y la primera intervención de Sócrates– podrían comprenderse como “posturas hipotéticas” que Platón –desde el inicio– se proponía desmentir al final del diálogo.
Esto es, quizá Platón con los dos primeros discursos ensayaba posibles refutaciones a su concepción de eros, pero siempre con la intención de invalidarlas al final y, por el contrario, darle más sustento a su erótica. Pero volvamos al tema que nos ocupa.
En el Fedro Platón ahonda mucho más en esta cuestión acerca de la relación entre eros, la belleza y la bondad –o el bien–. De manera general, podemos decir que la discusión busca demostrar –como lo hizo en el Banquete, según vimos– que el eros siempre es una tendiente –deseo– hacia lo bello; lo interesante está en la relación eros-belleza y en el modo en que el amante pretenda ir a su encuentro. Pero, ¿cómo es esta relación eros-belleza? Recordemos un pasaje clave:
«Como íbamos diciendo, y por lo que a la belleza se refiere, resplandecía entre todas aquellas visiones; pero, en llegando aquí, la captamos a través del más claro de nuestros sentidos, porque es también el que más claramente brilla. Es la vista, en efecto, para nosotros, la más fina de las sensaciones que, por medio del cuerpo, nos llegan; pero con ella no se ve la mente –porque nos procuraría terribles amores, si en su imagen hubiese la misma claridad que ella tiene, y llegase así a nuestra vista– y lo mismo pasaría con todo cuanto hay digno de amarse. Pero sólo a la belleza le ha sido dado el ser lo más deslumbrante y lo más amable». (Platón, Fedro, 250 d.).
A este respecto, opina la estudiosa Diana Marcela Carranza: “Según nos dice allí Sócrates, la idea de belleza goza de cierto privilegio respecto a las demás imágenes que capta el alma durante su preexistencia”.
Y continúa: “Por este motivo, la belleza es la única idea que se presenta de modo vívido en este mundo, siendo captada por el más diáfano y penetrante de nuestros sentidos, la vista. Lo anterior explica el nexo de la belleza tanto con lo sensible, como con lo inteligible. Siendo particularmente vívida en nuestro mundo, a la vez nos traslada, mediante el divino delirio erótico, a la sublime contemplación de la verdad”.
Ahora bien, dijimos que lo interesante está también en el modo que se pretende alcanzar la belleza, pues dicho modo revelará el estado moral –anímico– en que se encuentra el amante. Es decir, para Platón, al menos hay dos aspectos de la belleza que van de la mano de eros, y que si bien son de un orden diferente, no son radicalmente distintas entre sí.
Una muestra la parte más “baja” del alma del hombre, en la medida en que permanece en el plano de lo sensible –aquí el amor se entendería como passio; la otra, por su parte, muestra su lado más elevado y divino. En este discurso de carácter más metafísico, Platón afirma que el que ama con filosofía, con el alma, aspira a recuperar aquellas alas que le fueron arrebatadas y elevar su alma nuevamente hacía la bóveda celeste que solemnemente le solía acoger.
Según Platón: todos desean hacer eso, algunos fracasan porque no pueden controlar a sus caballos, se le caen las alas y el alma se desploma a este mundo, donde se encarna en un cuerpo mortal. Los que han tenido la mejor visión de la realidad se encarnan como filósofos, amantes de la belleza y seguidores de las Musas.
Aquí se unen armoniosamente ambos aspectos de la belleza: el sensual y el intelectual –eidós–. Y es que es en virtud del ser amado que las alas vuelven a nacer en el alma. Bien apuntó Íñigo:
“La belleza es frontera entre ese conocimiento sensible y la forma superior e intuitiva del saber, cuyo supremo esplendor, como “mente”, no podemos “ver”. Pero la belleza sí “se deja ver”. Su ser es, pues, fronterizo, su realidad inmanente y, en cierto sentido, trascendente: nos ata a la “visión” del instante, y nos traspasa también hacia ese deseo, que tensa el amor en un tiempo más pleno y largo que el de la temporalidad inmediata que los ojos aprehenden”.
Esto es necesariamente así, porque para Platón –como vimos líneas arriba– es gracias a la vista que, al ser arrobados por la deslumbrante presencia de un cuerpo o de unos ojos hermosos, el amante reminiscente vuelve a su origen y admira nuevamente en esos ojos la idea de la Belleza que contempló alguna vez y que creía haber olvidado. En este sentido, el amante comienza a amar ya no los ojos ni el cuerpo en cuanto tales, sino lo mucho o poco de divino que en ellos (re)encuentra.
En la siguiente entrega concluiremos nuestra reflexión sobre el tan mentado “amor platónico”.