Cuando hablábamos de lo que significa un niño difícil para el adulto, nos atrevíamos a decir que tal enunciado representa una forma de rechazo, es una manera deshonesta de dejar en claro que ahí no hay ni habrá responsabilidad.
Los motivos pueden ser muchos, dependerá de cada adulto y su propia historia, es más, alguna relación encontraríamos en el significado de su niñez, desde donde se puede entender lo que transfiere al niño que se tiene enfrente ahora.
Sin embargo, sucede que además de rechazar a los niños, implícita o explícitamente, tenemos padres de familia que maldicen a sus hijos. Los insultos y humillaciones se acompañan de maldiciones que en muchos casos parecen ejercer realmente ese poder, el de una maldición.
Analicemos primeramente el acto de mal-decir a un niño. Mal-decir, puede sujetarse en otra dirección, puede forzarse el binomio en la dirección contraria: decir-mal, decirle el mal a una persona.
Lo cual puede leerse como alguien que le dice el mal a alguien, o quien le desea el mal a otro. Espantosa postura, pues cuando se trata de los hijos es casi imposible reconocer que en algún momento se tengan tales deseos.
Y son deseos que se rechazan por lo que significan para quien lo desea, habla mucho de la persona, pero que valdría más aceptar que no se quiere al otro o se le desean determinadas cosas, y no vivir a expensas de una simulación, la que al final de cuentas se manifiesta en la cotidianidad en la manera de relacionarse, sobre todo cuando se trata de los niños.
Nos referimos al mal trato que reciben los niños de padres que no han sabido soportar una infancia no desarrollada, una infancia indecisa, marcada.
Ahí pudiéramos escuchar una razón, un pretexto, que no es de ninguna forma suficiente para mal-decir a un infante.
Ahora bien, ese decir-le-mal a un pequeño conlleva como adelantábamos, una maldición, la que se entiende como una expresión simbólica cargada de un afecto negativo, un sentimiento de coraje, odio, rencor o venganza.
Maldecir a un niño, como lo sugiere toda maldición, lleva en el fondo el deseo de que en lo posterior, le vaya mal, algo le suceda, viva mal, es decir, esté maldito. Ahí tenemos gente mayor que dice nunca poder hacer nada, como si estuviera salado, como si una maldición le hubiera caído, por eso las limpias, los trabajos que intentan romper el mal.
Una cosa es rechazar a un niño, diciéndole que es difícil, y otra, muy distinta, transmitirle una maldición con la cual tendrá que vérselas en su vida. Y es eso lo que escuchamos muchas veces en los adultos, los cuales recuerdan haber sido supeditados a una palabra que los maldijo, que los ha marcado de por vida, en tanto no se pueda re-significar el sujeto que habla.
A un niño se le mal-dice para toda la vida con un pendejo, con un eres un bueno para nada, pero sobre todo, con eres un hijo de la chingada, palabras fuertes que no son extrañas a los oídos de cualquier cantidad de infantes.
¿Qué escucharan los niños en esas palabras? Esas son las verdaderas maldiciones que acompañan a la humanidad desde tiempos inmemoriales. Palabras que en virtud del poder mágico que las acompaña en tanto el adulto que las profiere –el padre o la madre omnipresente, visión infantil-, se apoderan del sujeto que las recibe.
Estamos seguros que el lenguaje impone y tiene un poder en el sujeto que lo enuncia, pero también en el sujeto que lo escucha, como puede ser un niño. Palabras que cargadas de afecto adquieren una potencialidad que ha de desenvolverse en quien la acoge, pues como decirnos respecto a los niños, muchas veces es lo que les queda cuando es lo único que tienen para vivir.
De niño se recibe lo que se ofrece sin respingar ni protestar pues no hay aún punto de comparación que permita rechazar. Eso sucede posteriormente, pero si el contexto social se ha instalado así, el ambiente es ese, el de la violencia y las maldiciones como palabras conjuntas de una familia, entonces no habrá ninguna posibilidad de rechazar nada.
Son personas que crecen repitiendo lo que les fue dado desde un inicio, sin queja ni resquicio de enfado, es más, ya de adultos, muchos hasta gozan de continuar la tradición.
Habrá que poner mucho cuidado en la educación de los hijos, como hoy en día se difunde, pero más todavía, en el lenguaje que se usa con ellos, no en el sentido de disfrazar u ocultar las groserías o malas palabras, esas ahí están y seguirán.
De lo que estamos hablando es, que esas maldiciones no sean usadas directamente en los niños, de lo contrario, estaremos rodeados de sujetos malditos que como la Elizaveta de Baricco, buscaran venganza sin saber de donde les viene el deseo.