El pasado 15 de marzo se publicó el “Documento orientador hacia un ley general de derechos culturales de México”, elaborado por la Comisión de Cultura y Cinematografía de la Cámara de Diputados LXIII Legislatura. Con base en el reconocimiento de la dimensión cultural del desarrollo, el documento enfatiza el doble valor tanto simbólico como económico de la creatividad en el arte y la cultura y plantea la necesidad de “armonizar” ambos aspectos, de manera que se cumplan los principios generales de la identidad cultural como causa primera de la soberanía de individuos, pueblos y comunidades y de la complementariedad de los aspectos culturales, económicos, ambientales y sociales del desarrollo.
Desde su segundo artículo, la Ley establece que sus objetivos incluyen primordialmente “reconocer los derechos fundamentales en materia de acceso y participación en la cultura y establecer los derechos culturales”, sentando las bases para la participación del Estado y de la sociedad en su “ejercicio efectivo”, en el marco de “tratados y convenciones internacionales suscritos y aprobados por México”. Se trata por tanto de un ordenamiento que pone al día las reglas del juego cultural en el país: le otorga un papel central en su desarrollo.
Esta actualización tiene un antecedente en los últimos días de 2015, cuando nació la Secretaría de Cultura en cumplimiento del clamor por reconocer el sector cultural con independencia del educativo, del que hasta entonces formó parte. El trabajo de los expertos que prepararon el documento contó con colaboradores en todo el territorio nacional que enriquecieron la propuesta para que incidiera en realidades vigentes, más allá de los reumatismos institucionales. Como su título indica, se concreta a orientar y deja la tarea legislativa a los legisladores.
Aunque para muchos suena a desatino pedir y esperar que se cumplan nuestros más preclaros preceptos constitucionales, debemos saber que la aplicación puntual de esta Ley tendría consecuencias importantes en las prácticas de artistas y escritores, productores y promotores de arte que pueblan el sector.
Consideradas como actividades productivas, dichas prácticas animan un mercado de trabajo, bienes, productos y servicios multiforme y diverso, atravesado por desigualdades que, por una parte, lo sujetan a las leyes de la oferta y la demanda y, por otra, plantean la necesidad de políticas públicas que protejan ciertas áreas contra los intereses de los grandes capitales y propicien su crecimiento.
Esto ya ocurre en términos de estímulos fiscales con el cine, el teatro y, a partir de este año, la danza, las artes visuales y la música, a través de Efiartes, un programa que permite deducir el impuesto sobre la renta a las empresas que desean apoyar proyectos de inversión en esas disciplinas.
Sin embargo, el estímulo se limita a ciertas áreas; los proyectos musicales, por ejemplo, lo reciben solo para dirección de orquesta y ejecución instrumental y vocal de música de orquesta y jazz.
En la gran variedad de géneros artísticos, unos tienen mayores ventajas y resultan más competitivos que otros, de acuerdo con numerosos factores como las tradiciones locales, la temporada del año o el prestigio y desempeño de los artistas, por mencionar algunos. Además, constantemente aparecen galerías, escuelas y talleres de arte sobre los cuales no contamos con suficiente información confiable para mejorar el diseño de aquellas políticas públicas y atender la especificidad de cada disciplina con más o menos detalle. En este sentido, hay avances importantes por parte de los sectores público y privado, pero insuficientes aún en comparación con otros sectores productivos.
Un aspecto crucial del documento orientador se refiere a la necesidad de contar con un sistema de información que permita, entre otras cosas, construir indicadores para sustentar las decisiones de los involucrados en el ciclo cultural, a partir de un conocimiento lo más preciso posible de su realidad.
Para eso se debe saber qué y cómo se va a medir esa realidad, quién lo hará y con qué recursos. Al respecto, hay experiencias en otros países y recomendaciones internacionales que pueden resultar muy útiles para generar y aprovechar la información, sin olvidar que el campo cultural tiene mayor sensibilidad a las condiciones locales que otros, por lo que éstas deben pesar más en la toma de decisiones.
Una ley de derechos culturales queda en letra muerta sin participación de la sociedad. El ejercicio efectivo de esos derechos consiste, precisamente, en hacer del arte y la cultura un componente clave para el desarrollo nacional. Se busca que los sectores público, privado y social tomen parte en esta transformación, en un esquema regulado en lo general pero con la flexibilidad necesaria para adaptarse a los mecanismos que permitan incorporar a todos los ciudadanos de cada región en el país. Una ley para dar el salto que tanta falta nos hace.