Ha comenzado el acomodo por parte de los políticos con miras a las elecciones presidenciales de 2018. Roedores se ven saliendo de las coladeras con la única intención de refugiarse en otras que sean potencialmente más húmedas. No ocultan sus formas que, de tanto, se vuelven obscenas.
Las primeras mordidas van en contra de los suyos: el enemigo a vencer (a cualquier costo), a traicionar, es el que te queda a un lado, porque ante la duda hay que golpear primero, incluso, a los “amigos”, a los que juran lealtad en público.
Aristóteles no creía en esas amistades, para el filósofo la amistad se forja con otros elementos y no los que tienen que ver con la conveniencia, con los fines comunes que parten de vicios, de puntos de vista desviados que se retroalimentan únicamente con la intención de sacar beneficios, como pueden hacer los delincuentes al perseguir el mismo fin dando como consecuencia una unión falsa, una falsa amistad que se sostiene de intereses que están muy alejados de las virtudes.
Al romperse tal fin entre personas, por la razón que sea, deviene en traición: la separación necesaria para continuar de forma individual o uniéndose a otros iguales, su meta original, su propósito ambicioso que los vuelve ciegos.
Tales uniones son efímeras y consisten en utilizarse mutuamente hasta vaciarse, o bien, conseguir lo deseado que puede ser el dinero o poder, por ejemplo.
No hay amistad en la política ni tampoco hay lealtad. No es nada nuevo lo que acabo de decir; sin embargo, hay un factor que pocas veces se toma en cuenta en esta falsa amistad: la sociedad.
La lealtad expuesta burdamente por los políticos en sus mítines o comparecencias públicas, donde se muestran comprometidos con sus votantes, no solamente son producto de un discursos demagógico funcional, sino que hace partícipe al individuo que lo escucha; es decir, al creerle sus palabras o seguirlo, se logra la conexión y la cercanía que necesita el político para establecer su falsedad: empieza alimentarse del otro, de aquél que se sabe, de cierta manera, próximo al demagogo (ya sea porque las palabras de éste último las intuye cercanas a su realidad, a su hablar diario, a un entendimiento de su cotidianeidad, etcétera).
Tal proximidad crea un vínculo especial, de tal forma que puede confundirse, no solo como una relación entre gobernante y gobernado –con cierta distancia- sino como algo mucho más cercano a la amistad.
Andrés Manuel López Obrador es el ejemplo de esto (lo tomo por ser la figura más representativa, al menos en el exterior, de esto; sin embargo, más allá de colores, vestimenta, etcétera, la mayoría de los gobernantes están dentro del mismo costal): él no tiene votantes, tiene lo que podríamos llamar “amigos”, tiene seguidores fieles que lo sienten como parte de su misma clase, porque lo perciben como uno de ellos, alguien capaz de entender, un tipo que sufre o ha sufrido lo mismo y por esa razón puede guiarlos (sabe sus necesidades); es decir, encuentran en él (no el político, sino en la persona) elementos comunes –hablar, caminar o comer, son factores de los que se valen; hay que recordar la campaña de Vicente Fox. Incluso otro elemento a explotar puede ser el miedo, así consiguió la presidencia Felipe Calderón-, de tal manera que en un determinado momento, se consigue la familiaridad.
¿Y no empieza a establecerse una amistad gracias a esas cosas que se tienen en común?
La “amistad” se logra y se vota: se consuma la falsedad al obtener lo deseado, por un lado el político ha conseguido lo que buscaba, el poder, mientras que el votante o el seguidor ha colocado a un individuo que, considera parte de su círculo social, en el lugar correcto desde el que podrá representarlos y luchar por que lleguen a buen puerto sus peticiones.
La “amistad” se vuelve inestable al poco tiempo entre las partes. El político consiguió el poder, pero únicamente para seguir intereses propios (su objetivo principal) olvidándose de sus votantes, incluso, desconociéndolos.
Por su parte, los seguidores que creían al empoderado como uno más de su sociedad -como un “amigo”- y al verse ninguneados, se vuelven contra él buscando de inmediato, entablar un nuevo lazo con el siguiente demagogo que espera su oportunidad.
El círculo siempre se cumple. Ambas partes construyen su falsedad, en una suerte de perversidad que se vuelve cada vez más grande, porque político y votante buscan entablar una suerte de amistad, siempre, a partir de sus carencias.
La falsa amistad se consuma y se fisura en el momento en que alguna de las dos partes logra beneficiarse a costa del otro.
Así, la solución a los problemas sociales se ve lejanísimo. No se puede consolidar una relación armónica, virtuosa y noble desde la visión interesada entre dos partes.
Sí, el voto es una manera “civilizada” para conseguir que una sociedad logre organizarse e ir hacia un mismo lugar (el de las mayorías), y para evitar que nos matemos entre nosotros por cualquier desacuerdo; sin embargo, habría que replantearse si el sistema del voto por sí mismo funciona adecuadamente o se tendría que empezar a estudiar quién vota y a quién votan y por qué lo votan, desde una óptica más profunda que la que rige hasta ahora.