En el principio fue la palabra, al final será el pensamiento crítico. Los ataques a la religión son tan inagotables como las razones para creer en un Dios ordenador o culpable de nuestros males. Rafael Medina, autor de Los Evangelios de la Rabia, conoce el grito solitario de aquellos que permiten a Dios entrar a sus vidas. De alguna manera, Dios es como un vampiro que pide permiso para pasar a un entorno desconocido y que, una vez cómodo, destroza por dentro el hogar que lo acogió.
Los cuentos de este libro tocan la angustia del conocimiento y de la certeza. Hay una niña con estigmas, un hombre que se crucifica con cada luz roja del semáforo, sexo con ángeles y chats privados con la máxima divinidad, pero en ningún momento se duda de la existencia de Dios, incluso para aquellos que se nombran ateos.
Los cuentos parecen sumirse en una contemplación psicológica, en la necesidad de analizar el pensamiento divino y cómo afecta a un ser común. Los personajes cuestionan las acciones de Dios como cuestionarían las de un ladrón o un asesino, no por su origen desalmado, sino por su don de joder a otras personas sin consecuencias. El dejar pasar a Dios a nuestra vida implica un sometimiento dinámico: Él hace, nosotros tenemos fe en que todo tiene una razón. El autor lleva al límite la crítica a la inmovilidad, lo cual es irónico. Se supone que Dios es el motor inmóvil, pero es la inmovilidad humana, el no cuestionar o buscar soluciones, lo que da fuerza a tal ser.
En cada cuento puede palparse el rencor a las personas fanáticas. Con bastante creatividad, el autor de alguna manera provoca que el lector tampoco dude de lo divino. Así que cada movimiento, palabra y acción de los personajes es una respuesta que no provoca problemas con el espectador que fácilmente puede reírse o quedarse despierto pensando en palabras divinas capaces de matar a un hombre creyente. Entre la burla y la agresión se encuentra un poco de admiración y confusión ante las personas de fe que llevan una vida de ficción.
Dios se vuelve una molestia común, su existencia perturba, pero no destruye la mente humana. Es más, la divinidad de estos cuentos se presenta más como ese sabor amargo en nuestra lengua cuando escuchamos a los políticos, o cuando vemos a una madre que deja a su hijo hacer berrinche, o cuando subimos las ventanas de nuestro auto para no tener que dar una moneda a una niña con un mazapán. Se trata de una molestia que nosotros mismos nos causamos por el mero hecho de ser humanos y necesitar conflictos que nos pongan a prueba.
Los cuentos de Los Evangelios de la Rabia se sienten más como textos de horror cósmico, donde una locura poco convencional invade al hombre y lo lleva a tocar la mano del creador y a encontrarse con revelaciones devastadoras. Con las afecciones físicas que causa el horror se explica mejor la angustia de los personajes que, a pesar de que el mundo esté hecho pedazos, siguen creyendo, siguen esperando y siguen temiendo la furia divina como los niños pequeños que no van a la cama a la hora indicada. Es la locura ordenada que nos susurra que es más fácil creer en un ser todopoderoso que en la voluntad humana.