Uno quisiera hablar de la infancia desde aspectos esperanzadores, sin embargo no podemos cerrar los ojos al fenómeno del trabajo infantil que nos convoca a dilucidar terribles escenarios.
Comenzaremos con números, signos fríos pero bastante representativos de una preocupante realidad de la sociedad mexicana, la cual a pesar de los oídos sordos, no deja de resentir en alguna medida los efectos de este problema.
En los términos del Módulo de Trabajo Infantil en la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), para el año 2011 se registraron 894, 649 niños y niñas laborando en el sector agrícola solamente.
Si esa cantidad la pudiéramos sumar con la población infantil dispersa que trabaja en otros sectores, como el comercio informal, la industria, etc., obtendríamos cifras alarmantes que nos alertan de una terrible realidad en nuestro país.
Cada vez más niños dejan la escuela, y de mayor trascendencia aún, dejan de jugar. Es decir, que a pesar de las posibles justificaciones familiares y económicas para que un infante se tenga que poner a trabajar, el problema es que crece el número de personas que atraviesan su infancia lejos del juego.
Avanzaremos señalando que uno de los problemas principales a los que ha de enfrentarse un niño que trabaja son por supuesto, las condiciones laborales, las cuales son mínimas o no existen.
Y no existen porque las leyes y reglamentaciones no los considera en absoluto. Prohíbe que no se contraten menores de edad, pero los que trabajan bajo la justificación que sea, no cuentan con alguna ley que los ampare.
Las condiciones en las que se desempeñan son deplorables, pues no cuentan con servicios adecuados de salud, no hay remuneraciones adecuadas, mucho menos pensar en prestaciones de ley.
El trabajo es arduo e indeterminado, lo que favorece que tengan que abandonar estudios por un bien mayor, el de la familia o el propio, cuando no, el de alguna persona que los esté explotando.
Sabemos, y es algo marcado en diferentes convenios internacionales, como en leyes de protección a menores, que el trabajo infantil no debe existir. Y a veces, parece que la sociedad se queda confiada de que así sucede.
La sociedad ciega ante el problema, coloca su confianza en que efectivamente, los derechos de niños y niñas se mantienen intactos, que instancias como la ley federal del trabajo, actúa en contra de empleadores perversos.
Pero las necesidades y las condiciones económicas de un país como México esconden otra realidad, la que a pesar de no verse a grandes luces, ocurre sin esperar que alguien venga al rescate.
Se trata de niños que trabajan sin mayor aliento de infancia, que claro, no creen en los Reyes, como no creen más en los Superhéroes, pues una terrible experiencia, la de la pobreza y el abandono, les abrió brusca y prontamente los ojos.
Nelson Mandela aseguraba: no puede haber una revelación más intensa del alma de una sociedad que la forma en que trata a sus niños.
En el trato a los niños se muestra la sociedad. Los niños son los ojos y el alma de un pueblo. Si cada vez más sujetos dejan de creer en lo propio de la infancia, si dejan de jugar, dejan la escuela con todo lo que eso conlleva, estamos hablando de que son pueblos que se quedan sin ojos, sin alma.
En palabras de Morton Schatzman (1977), se trataría del asesinato del alma de un niño, pero visto de forma global, estaríamos ante el ocaso de un amplio sector de la sociedad.
En otras palabras, cuando un niño deja de jugar y estudiar por irse a trabajar en condiciones insalubres y de riesgo, sin garantía alguna, un adulto sin alma se alza en el horizonte de la sociedad callada.
Como se ha dicho siempre, el trabajo de cualquier niño, de la condición cultural y económica que sea, debe estar en función del juego. Eso es lo que debe y puede importarnos, verlos con esas caritas serias –pues juegan seriamente-, imaginando que destruyen y re-construyen el mundo.