vuelta a Brindisi
A la muerte de José Carlos Becerra
El que iba hacia el Mediterráneo,
reencarnando ciudades latinas,
abría entre los viejos matojos de romanos
los senderos cubiertos hacia el mar Jónico.
Alguno le mintió al hablarle del pasado,
entre los ámbitos griegos,
entre las enormes pizarras de mármol
con figuras que laten dentro con hombres y espadas.
Él marchó en busca del glauco cielo antiguo.
Ningún griego podría narrárselo desde el Pireo;
miraba a los ojos al mar
y tanta belleza, tuvo un sueño en la muerte.
La huida, el escape desde otro país,
salir por mar hacia España
y luego, desembarcar en tierra celta.
En Londres oyó el primer aviso;
como Silesius, dejó su cabello crecer,
sabía que era un guerrero antiguo más que un sabio:
había vuelto a Roma por la misma ruta de origen
—la sangre de sus ancestros lo llamaba—.
Algún extranjero quizá
le dio a probar sal de mar de Jano;
reconoció su vieja tierra y decidió la vuelta al Peloponeso.
Pero hubo algo olvidado
que siempre reprochó el poeta al mundo:
ya su oráculo seglar y su lira habían sido tejidos hace siglos.
Él sólo volvía por sus pasos atrás en Brindisi,
—hijo predilecto de Orfeo—.
“Está irreconocible. No es él”; dijeron los otros,
las ninfas que lo miraban refutaron:
la fama en el vado, la cuneta, la carretera,
los giros del automóvil
lo dejaron hecho trizas.
Se olvida el tiempo y su lira:
el descendiente de Orfeo no volverá.
El destino aedo no cantó al mar Jónico
como el dios lo añoró de la lira.