Hervé Joncour permaneció inmóvil, mirando aquel brasero apagado. Tenía a sus espaldas un camino de ocho mil kilómetros, y delante de él nada. De improviso, vio lo que pensaba invisible.
El fin del mundo.
Alessandro Baricco, Seda.
¿El amor puede curar a alguien? ¿Se muere o se vive de amor? De acuerdo a Freud, la persona debe ser capaz de amar para no enfermar, premisa que describe posterior a 1914, cuando encontraba una relación importante en su trabajo como médico del alma: el síntoma y la demanda de amor.
Escuchaba cómo los pacientes que acudían a verlo, enfermaban a razón de un amor no correspondido, pero también ante una incapacidad de amar que luego nombrará como impotencia psíquica (Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa, 1912).
Lo que le resulta culminante para Freud, y que ya venía anotando desde los tiempos de La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna de 1908, es que en todos los casos se trata de un efecto de la represión en la vida amorosa del sujeto.
Represión desde la educación al niño hasta las formas más compleja en el adulto. En el niño, la represión comienza desde las primeras manifestaciones de curiosidad sexual, como puede apreciarse en el caso Juanito, (Análisis de la fobia de un niño de cinco años, 1909), por ejemplo.
Y en el adulto, fuerzas represoras a razón de idealismos o estándares sociales que en efecto, devienen en un beneficio para lo social, esto es, que el adulto para acceder a la sociedad, ha de ver reprimidos sus deseos, siempre y cuando exista una promesa de bienestar posterior o mayor.
De esa represión y promesa, convendría posteriormente lo que Freud (El malestar en la cultura, 1930) enuncia como un malestar constitutivo, el cual sería parte indeleble de la cultura, y al mismo tiempo el motor para la misma.
La cultura en ese sentido, estaría basada en la represión del sujeto. Los monumentos actuarían como emblemas o triunfos de la represión que puede ejercer sobre sí el propio sujeto.
Y es en ese momento donde se ubica el gran conflicto: sí el sujeto prefiere esos triunfos materiales sobre su satisfacción, estamos hablando de que la represión conduce por lo tanto a la enfermedad.
El sujeto enferma por no poder satisfacer sus impulsos, además de verse ensimismado en un goce narcisista, que en otras palabras, implicaría al sujeto que decide mantenerse aislado, evitando relacionarse con otros para al fin y al cabo, no verse tentado a sus impulsos.
Por supuesto que nos referimos al sujeto contemporáneo de Lipovetsky (1986), el sujeto de la era del vacío, el sujeto que camina por las calles llenándose de objetos, sin que estos sean necesariamente objetos de amor.
Pero, ¿por qué prefiere el sujeto dejar de amar? No es sólo el asunto de la cultura y lo material que conlleva, debe haber algo más allá de eso que conduce al sujeto a decidirse por la lejanía respecto al otro. Algo que en la novela de Baricco (Seda, 1996) podemos leer como sigue:
Antes de salir del cuarto, miró una última vez hacía ella. Lo estaba mirando, con los ojos perfectamente mudos, a siglos de distancia.
Debe existir algo que le impida amar, más allá de la represión y la creación de la cultura. Y ese algo es una obsesión por no fallar, o lo que es igual, el no perder lo que se cree que se tiene.
Y es que amar implica un freno al narcisismo, puesto que para amar se tiene que dar algo de sí, aunque eso que se entregue sea la propia falta, como versa el psicoanálisis, en el amor se trata de entregar la propia falta.
Al parecer ante eso no quiere enfrentarse el sujeto actual, ante el reconocimiento de su falta, de la certeza de que la completud no existe, mucho menos la media naranja.
La persona amada es aquella capaz de penetrar en el interior del sujeto, aquella que puede destrozar y hacer sentir que nunca podrá recuperarse.
Lo que sucede en el amor real, donde hay placer y se sufre, es que la pareja o el objeto de amor, no completa nada, al contrario, des-completa, produciendo una vivencia des-articuladora para el yo, pero que tiene que ver con la falta en ser con la que sí cuenta el sujeto.
En otras palabras, el que ama debe vérselas con el otro, reconocerse en palabras y actos de la otra persona, lo que incluye muchas veces, verse des-armado, con la posibilidad de volverse amar, gracias al motivo que lo mantiene ligado al ser amado, el cual es, encontrar en algún momento, su propia verdad. Este es el epicentro en la experiencia amorosa.
En la confrontación con la persona amada, y véase el concepto de confrontación, el que ama, busca atender un deseo primario, algo que lo ha estado acompañando desde que las palabras entraron en él. La respuesta a la pregunta, ¿Quién soy yo?
El psicoanálisis enseña, que el amor surge en favor de tratar de responder esa pregunta; se ama a quien se cree que puede responderla, aunque lastimosamente, el otro no sepa qué decir.
Por eso el amor suena y se vive como una locura, aunque también como una posible cura para el sujeto, que se mantiene reprimiendo ante la promesa de un día estar mejor.
Será capaz de amar entonces, aquel pueda estar frente a otro, aquel que tenga la valentía y la humildad suficiente para enfrentar su única verdad accesible, la de estar en falta, la de que se tiene todo que perder y poco que ganar, incluso a veces nada.
Un psicoanálisis, desde la época de Freud, representaba en su terminación, que al sujeto le vuelva la capacidad de trabajar, y obviamente, la posición de volver a enamorarse.
Una cosa es la represión inmanente a la creación de la cultura, y otra muy distinta, decidirse por el alejamiento respecto al otro, que en resumen se diría es: el no poder enamorarse como conducto a la enfermedad