Nadie sabía de donde había salido el juguete, qué bisabuelo o tía lejana había sido el dueño original antes que fuera a dar al cuarto de bebé.
Era una caja cortada a mano y pintada de rojo y dorado. Era, sin duda, muy llamativa y cara, o al menos eso era lo que los adultos decían-tal vez hasta una antigüedad valiosa. Desafortunadamente el seguro estaba atorado por la oxidación y habían perdido la llave, así que nadie podía ver la sorpresa que estaba dentro. Aun así, era una caja extraordinaria, pesada y cortada a mano y dorada.
Los niños no jugaban con ella. Estaba al fondo de la vieja caja de madera llena de juguetes que tenía el mismo tamaño y antigüedad que el cofre de un pirata, o eso era lo que pensaban los niños. La Caja Sorpresa estaba enterrada entre muñecas, trenes, payasos, estrellas de papel, viejos trucos de conjuro y marionetas viejas con los hilos irremediablemente enredados, disfraces (que incluían los restos de un vestido de novia, un sombrero de seda negra con costras de años y tiempo) y joyería para acompañarlos, aretes rotos, blusas y un caballito de madera. Debajo de todo eso estaba la Caja Sorpresa.
Los niños no jugaban con ella. Susurraban entre ellos, solos en el cuarto de bebé en el ático. En días grises, cuando el aire aullaba alrededor de la casa y la lluvia se azotaba en el techo y tamborileaba las ventanas, se contaban historias sobre la Caja Sorpresa, aunque no supieran lo que hubiera dentro. Uno decía que dentro había un hechicero malvado que había sido condenado a vivir en una caja por haber cometido crímenes innombrables; otra (tengo la certeza que se trataba de una de las niñas) aseguraba que se trataba de la caja de Pandora y que permanecía cerrada para evitar que las cosas malas se volvieran a salir.
Nunca tocaban el juguete si lo podían evitar, pero cuando algún adulto preguntaba dónde estaba la adorada Caja Sorpresa, como sucedía con regularidad, para exhibirla con orgullo en el centro de la mesa, alguno de los niños se envalentonaba para agarrarla y volverla a refundir en su escondite al fondo del baúl.
Los niños no jugaban con la Caja Sorpresa. Y cuando crecieron y se fueron de la casona, el cuarto de bebé en el ático se cerró y quedó casi en el olvido.
Casi, pero no por completo. Porque cada uno de los niños, por separado, recuerda haber ido solos, caminado descalzos, alumbrados por la luna, hacia el ático. Era casi como caminar dormido, los pies no hacían ruido sobre los escalones de madera, ni sobre la alfombra del cuarto. Recuerda haber abierto el baúl, buscado entre las cosas viejas y sacado el juguete.
Y luego el niño tocaba el pestillo, la tapa se levantaba lenta como el atardecer y la música empezaba a escucharse, luego se revelaba la sorpresa. No con un sobresalto y un rebote, no era una sorpresa con resortes. Era con determinación, con intención, con la que se levantaba y le indicaba al niño que se pusiera más cerca, más, y sonreía.
Y ahí, a la luz de la luna, les decía a cada uno cosas que nunca podían recordar con exactitud, cosas que tampoco podían olvidar por completo.
El más grande de los niños murió en la Primera Guerra Mundial. El más joven, después de que murieron sus padres, heredó la casa, aunque después se la quitaron cuando lo encontraron en el sótano con telas y parafina y cerillos tratando de quemar la majestuosa casa. Lo llevaron al manicomio y probablemente todavía siga ahí.
Los otros niños, quienes antes eran niñas y ahora mujeres, se negaron, todas y cada una de ellas, a regresar a la casa en la que habían crecido; y fue por eso que cubrieron las ventanas con tablas y cerraron las puertas con llave. Las hermanas la visitaban con la misma frecuencia con la que visitaban la tumba de su hermano mayor, o la cosa triste que alguna vez había sido su hermano pequeño, es decir, nunca.
Los años han pasado, y ahora las mujeres son ancianas; y búhos y murciélagos han convertido el ático en su hogar, las ratas han construido sus nidos entre los juguetes olvidados. Los animales ven con apatía el tapiz despintado en las paredes y la alfombra con manchas de los restos de sus desechos.
Y en lo profundo de la caja la sorpresa espera y sonríe, guardando sus secretos. Espera a los niños. Puede esperar por siempre.
Traducción inglés-español por Diana Morales Morales.
Smoke and Mirrors, 29 cuentos
Collection copyright © 1998 por Neil Gaiman. Todos los derechos reservados.
Primera edición Harper Perennial publicada en 2001.
ISBN: 0-380-97364-2