Nadie, además de ellos, había ido a la fiesta de disfraces en casa de Carlos para celebrar Halloween.
—Estoy aburrido —bufó Carlos—. De perdida vamos por más chelas, ¿no?
Juan Ángel puso cien pesos en el descansabrazos de la silla de ruedas de Carlos.
—No, güey, yo invito —dijo Carlos, molesto, devolviéndole el billete.
Norbert tomó las llaves del coche.
—El Siete está cerca. Vámonos a pata —ordenó Carlos.
Juan Ángel y Norbert se miraron, los ojos abiertos.
—Ya, ombe. Mamones. Ustedes empujan la silla.
Rieron.
Antes de salir, Juan Ángel terció.
—Oigan, mes amis, ¿no nos vamos a quitar los disfraces de payasos?
Carlos y Norbert cruzaron miradas.
—Es Halloween, cabrón —gritaron.
Carlos, peluca arcoíris; la cara blanca, dos lunares rojos en las mejillas; alrededor de la boca, rojo también; una cruz gris en el ojo izquierdo. Juan Ángel, peluca, traje y zapatotes verdes; la cara blanqueada, cejas y boca pintados de negro. Norbert, peluca y traje morados; zapatones que hacían juego; el rostro albo, atravesado por una enorme sonrisa de loco, morada también.
Salieron a los aires de octubre, a la noche cálida, a la calle vacía. Las llantas de la silla quebraban el silencio al rodar sobre el pavimento. En la avenida, seguidos por sus mamás, aparecieron monstruos, fantasmas y vampiros, gritando: “¡Queremos jalogüín!”. Carlos soltó una risita. Juan Ángel empujó la silla y niños, mamás y payasos, quedaron de frente. Silencio. Ojos abiertos de un lado; bocas extendidas del otro. Juan Ángel rompió la escena diciendo con acento francés: “¡Bu!”. La horda de madres e hijos estalló en gritos y corrió en retirada. El trío soltó unas carcajadas que en la noche sonaron tenebrosas.
Al fondo de la calle, un trazo rojo y otro naranja formaban un siete luminoso.
El estacionamiento lucía desierto. Norbert abrió la puerta, Juan Ángel impulsó la silla adentro, los empleados -una güerca y un güerco- los miraban atónitos. El payaso morado caminó rumbo a la puerta de la cerveza y tomó un doce de Tecate y otro de Indio y los puso sobre el mostrador. El payaso verde tomó los billetes de la mano del que llevaba la peluca arcoíris. Los güercos, espantados, inmóviles. Carlos soltó la risita de nuevo. Entonces, con un golpe, el payaso verde puso el dinero sobre el mostrador y dijo con acento francés: “¡Bu!”. Los güercos corrieron al cuarto frío. Risas tenebrosas de nuevo.
Los payasos salieron con la cerveza y el dinero. Norbert empujaba la silla. Carlos abrió dos Tecate y una Indio y las repartió. El líquido fermentado refrescó las gargantas. Regresaron por la avenida.
Al doblar en la calle de la casa de Carlos, papás, mamás e hijos, piedras en mano, los esperaban.
—Sacre bleu! —exclamó Juan Ángel.
—No mames —agregó Norbert.
—Pásame las cheves —concluyó Carlos.
Las Tecate y las Indio se distribuyeron entre los payasos. Las miradas se clavaron filosas. Los brazos se levantaron en ambos frentes… y dispararon.
El primero en caer fue Carlos. Juan Ángel después. Y luego Norbert. Sobre el asfalto, la sangre de los tres payasos. En los aires de octubre, las risas tenebrosas de la horda en retirada, adentrándose en la noche.