Hablo de memoria. Estamos en 1997. Nuestro protagonista, Bloss Ñejer, es un mantenido que escribe. Tiene veintiocho años, y una señora cubre sus gastos. A cambio, él la cubre a ella. Bloss es caballeroso. Culto. Divertido (en todos los sentidos). Justo lo que una dama madura de buena familia necesita. Al final (o al principio) todo se reduce a eso: a lo que necesitamos.
Nuestro protagonista termina su primera novela. La lee. No es una obra maestra, pero tiene chispa, seduce y, además, invita a la reflexión. La imprime y envía. A nueve editoriales. Será para la primera que conteste. Ni siquiera piensa en un rechazo. Opina que la obra es irrechazable. ¡No pueden rechazar algo tan fresco unas editoriales que están publicando corrupciones!
Bloss no sabe nada del mundillo editorial. No sabe que ninguna editorial publicará una obra de un autor sin contactos (de ningún tipo). No sabe que lo más probable es que no lean su novela. Por no saber, no sabe que, en el caso de que la lean y les guste, tampoco la publicarán.
Bloss es un inocente.
Tiembla con el primer rechazo.
Se descompone cuando llega el segundo.
Y se pone a escribir convulsivamente el día que llega el último.
Bloss Ñejer ha tenido mala suerte. La señora Fortunis no conoce a nadie en el ámbito editorial.
Pasan los años y nuestro protagonista sigue escribiendo y recibiendo rechazos. Piensa en su estilo. Debe mejorarlo. La señora se cansa de él: se está volviendo demasiado cerebral. Y Bloss busca y encuentra nueva mecenas. De esa forma, irá pasando de una a otra. Mujeres de todo tipo. Jóvenes y viejas. Rentistas y trabajadoras. Guapas y feotas. Mientras se hagan cargo de sus gastos, él tan contento; es un decir, pues contento no está, aunque sí se contenta.
Bloss se amarga (dulcemente). Sigue escribiendo, pero con menos pasión, y deja de enviar originales. Mientras tanto, ha probado suerte en algunos grupos musicales como compositor y guitarra. Sin éxito. No lo entiende. Una amiga de su cuerda le abrirá los ojos.
«Querido ―le dice―, ¿acaso ignoras tu ecuación? Todos tus talentos se multiplican por tu posición, que es cero, y el resultado total será siempre cero».
Pasan los años y Bloss madura entre mujeres, ironías y frustración. Aunque sabe buscarse la vida, los años no perdonan. No ignora que es un golfo cuarentón encantador, pero teme convertirse en un golfo cincuentón patético. En el momento actual, le importa poco lo que piensen los demás. Va a su aire y es feliz a su manera. Se lleva bien con su sobrina (y sobrino), con sus resobrinos, con su asistenta (e hijo) y con las veintisiete mujeres que todavía le adoran. Todos los demás son casi enemigos. Gente de la que hay que cuidarse.
Feliz a su manera. Es un decir. Está sano-sanísimo, nunca le faltó techo-comida, las mujeres suspiran por él. Bloss se considera feliz por todo esto. Sin embargo, no se enorgullece de su día a día. Quisiera aportar algo a la sociedad que le cobija, pero no tiene quien le motive. Digámoslo claramente: a sus cuarenta y tres años, Bloss es virgen, todavía no se ha enamorado.
Y entonces levanta la cabeza. La silueta de la chica llena el hueco de la puerta. Parece contrariada. Da unos pasos y se queda plantada en medio de la sala. Es joven. Menos de treinta. Y posee un cuerpo atlético. Le mira con cierta dureza y señala su libreta-diario.
«Me llamo Dedé», le dirá después.