Después de la prolongada oscuridad invernal, el horizonte clarea con los vientos que preceden a la primavera; avivan la lumbre en los pastos crecidos por las lluvias de febrero y ahora forman buen combustible. Pero la claridad proviene de algo más allá de la oscura silueta formada con las tinieblas nacidas del suelo. Sólo sabemos el rumbo por donde las cosas empiezan a aclararse, vemos en el cielo colores que pregonan la hechura de la luz, aunque todavía se nos oculta su fuente.
Desde la antigüedad se sabe que el solsticio de invierno señala el punto en que los días se alargan. Pero ahora creemos explicarlo con órbitas elípticas y planos inclinados, afelios y perihelios, ondas gravitatorias y otras astucias astronómicas. Pueden servir para describir el paso de una estación a otra. Pero damos más crédito a los cambios graduales en la duración de los días, en el aumento la temperatura ambiente, en el regreso de abrigos y bufandas al fondo del ropero. Algunos agradecemos lo último como un gran detalle.
Hay quienes prefieren el frío al calor porque les gusta más su aspecto bajo varias capas de ropa que apenas cubiertos por una camiseta, aunque a menudo bajo los abrigos adivinamos la redondez del bulto, de frente o de perfil. No les molesta el ritual de cubrirse cada madrugada y descubrirse antes de ponerse su piyama, también gruesa y sobre una prenda térmica, un gorro y hasta guantes. Tal vez entran en calor manipulando las prendas.
Otros padecemos la parafernalia asociada al tiempo de las bajas temperaturas. Resignados, cumplimos el requisito de la cebolla y asumimos el riesgo de ponernos un suéter o chaleco al revés, más porque las tinieblas del frío y lento amanecer nos impiden darnos cuenta del error que para despistar al enemigo. Nos damos por satisfechos con mantenernos calientes, fuera de alcance para los resfríos y gripes estacionales. ¿Cómo no se va a reír la gente?
Antaño se creía que una prenda puesta al revés impedía al diablo o a la muerte identificarnos. Ahora con el mismo truco se invoca a la buena suerte, entendiendo lo bueno como todo cuanto nos permita ganar dinero, la luz como algo que ocurre mágicamente al girar una perilla y la primavera como el final de la cuaresma. Como una temporada de vacaciones, de preferencia en la playa, en busca de quién sabe qué. Los aguascalentenses huyen a Puerto Vallarta, donde encuentran vecinos de su ciudad y a veces gente interesante.
Todo sucede aquí y ahora. Pero hasta en este chato mundo rígidamente tridimensional ocurren cosas que parecen venir de otro muy diferente. La mera prolongación de la duración de los días, cada vez con más horas de luz, tiene un efecto benéfico en el ánimo. En nuestras latitudes, un paseo vespertino a las seis de la tarde nos relaja en primavera, pero puede deprimirnos en invierno. A esa hora empieza a oscurecer sin remedio. Y se impone la sensación de que el día ha terminado para dejar el sitio a la jornada nocturna. El turno de los desvelados y las víctimas del insomnio. Y a menos que uno trabaje en una farmacia de guardia, un Oxxo o una gasolinera, sólo puede andar en la calle para divertirse. Pero en este mundo suceden cosas que parecen de otro.
No puedo negar que en alguna posada conocí a una muchacha con quien mantuve una grata amistad hasta su muerte por cáncer. O que en la nochebuena de un año que no pude viajar a celebrar con mi madre, la familia de otra amiga me invitó a cenar en su casa y sentí que estaba entre hermanos, hasta que me despedí y corrí directamente a mi cama. Y una vez que regresaba de mi tierra en autobús, en Mazatlán abordó una chica que ocupó el asiento a mi lado; ella se quedó en Guadalajara y yo trasbordé para continuar. Nos escribimos y al volver la busqué en el puerto. Desayunamos y anduvimos vagando por la playa y el malecón. Por la noche seguí mi viaje; dejé de escribirle cartas, le dediqué un poema y su memoria me conforta.
La primavera se puede entender como un estado mental o de ánimo, entendiendo el ánimo como actitud ante lo que se nos presenta. En tal sentido, hay primaveras ocultas más allá del impenetrable horizonte invernal, que así se caracteriza como una disposición más bien pesimista.
La primavera también alude a la juventud y por tanto el invierno a la vejez. El gran truco consiste en transformar la oscuridad y el frío en luz y calor sin que el planeta deba viajar en el espacio hasta donde todo cambia de signo. De algún modo sabemos que ahí está la fuente de la vida que queremos. Y bebemos ávidamente en ese manantial.