Concibo esta columna como una serie de notas sueltas que me permitan explicarme el misterio y la maravilla que me provocó la nueva película de Hayao Miyazaki: El niño y la garza (2023). Me inicié en el mundo de Ghibli con una película irregular: Laputa: el castillo en el cielo, producción que se ha prestado a múltiples memes, no sin razón (Jonathan Swift, quien le puso el nombre originalmente al país del aire en sus Viajes de Gulliver, lo hizo con conocimiento de causa: el autor inglés sabía lo que significaba en español). Fuera de estas minucias históricas, lo cierto es que desde la primera vez que vi algo de Miyazaki quedé encantado por su mirada luminosa. Incluso en los momentos más oscuros de los personajes, como en la transformación de Howl, o los padres de Chihiro convertidos en cerdos, la luminosidad vibrante, infantil al mismo tiempo que animista (¿qué no son casi lo mismo?) hace que su cine parezca sacado de un sueño de verano (guiño a Shakespeare).
Tuve una sensación similar cuando fui a ver El niño y la garza. Lo que antes era una intuición, se convirtió en certeza al encontrarme con Mahito y su viaje de pájaros fascistas, almas kawaii y piedras extraterrestres. La gran diferencia con las películas anteriores de Miyazaki no es la maestría (si es que esto significa algo) en la ejecución, sino el atrevimiento de contar una historia desafiante, que obliga a armar una trama cuyo final no necesita tener un sentido para disfrutarse. Por supuesto que la animación es maravillosa, no es en este aspecto donde quiero llamar la atención, sino en el discurso, en la sintaxis heterogénea que crea túneles comunicantes entre rasgos semánticos (símbolos, signos, metáforas) a veces disímiles, pero que arman una gran figura polifacética, susceptible de interpretarse desde tantos ámbitos como sea posible. La riqueza de El niño y la garza, en este sentido, se encuentra en la ambigüedad, en los intersticios, en los espacios que la luminosidad no alcanza. ¿No es así como se construyen las grandes historias?