Celebrar el principio y el final de un ciclo forma parte de la vida de individuos y sociedades. Hay ciclos naturales como el del agua, el del carbono y la vida misma, con sus sorpresas. Además de reproducirse, la materia viva evoluciona, se adapta al ambiente. Y así rompe la circularidad de los procesos. No regresa exactamente al origen, sino que encuentra un nuevo comienzo, otra oportunidad.
También hay ciclos como resultado de la actividad humana, que establecen repeticiones y novedades, trazando su propio diseño. Entre los ciclos culturales, la medición del tiempo se considera uno de los más importantes, por sus implicaciones religiosas y sus consecuencias para la existencia en general. Pero hay más.
Tal vez tomamos el año como el periodo más adecuado para celebrar porque, al menos en el cielo, parece que todo empieza de nuevo. Los seres mitológicos estelares gravitan sobre la posición que tuvieron, el sol aparece y desaparece por los mismos puntos en el horizonte, vuelven a los balcones las oscuras golondrinas y la tierra recupera su aptitud para dar frutos. Aunque las frentes ya no se inclinan ante la madre primordial para la siembra y la cosecha, sino ante las pantallitas del celular, procurando ocupar el tiempo libre en algo menos aburrido que respirar.
Ahora la celebración de la vida se reduce a la búsqueda de diversión, a pasar el momento del mejor modo posible; muy probablemente esa reducción pone de relieve nuestra principal carencia. La secularización nos ha dejado ante la existencia sin más recursos que nosotros mismos; desde un principio hubo insatisfacción con los resultados e inventamos el arte, donde nuestros actos adquieren un sentido más allá de la mera supervivencia. Un sentido planteado en términos emotivos, simbólicos y lingüísticos, no racionales ni conscientes.
Así, en la celebración de fin de año se canta y se baila durante la última noche del año viejo, esperando recibir la primera luz del año nuevo en un ambiente festivo. Hay motivos para marcar la regularidad con lo excepcional, hacer algo diferente a lo cotidiano: comemos uvas, nos ponemos calzones de colores, echamos balazos al aire y hacemos estallar petardos. La diferencia radica en la naturaleza simbólica de esas prácticas. No engullimos una docena de uvas por hambre, ni vestimos ropa interior amarilla o roja para combinarla con la corbata o el bilé; ni se disparan tiros para matar nada más que el aburrimiento.
Tanto alboroto está destinado a señalar el final de un ciclo y el principio de otro. Un significado importante debe desprenderse de las segundas oportunidades generadas por el nuevo comienzo. Y se plantea la curiosa paradoja de la ilusión del tiempo circular mientras se avanza sobre una línea recta imaginaria que va del pasado al futuro, sin repeticiones ni recomienzos, en una marcha hacia el infinito. Según esto, agotamos nuestro tiempo, pero la vida continúa.
De ahí los rituales propiciatorios, la parte visible de la celebración; también hay una invisible. Tiene lugar en lo interno de cada cual. Se refiere a los proyectos y propósitos, los sentimientos e ideas que nos animan a enfrentar y superar los retos que surgen en el camino, ordenando prioridades y depurando expectativas. Muchos especialistas recomiendan dedicar un momento a esta tarea, destinada a reconocer y aceptar los cambios en nuestra existencia.
Algo análogo ocurre con los poetas cuando cumplen sus propios ciclos. La expresión más común de este cumplimiento adquiere la forma de libro. Pero, a diferencia del resto de los mortales, los poetas cuentan con otra referencia para registrar sus ciclos. Los concursos literarios constituyen una invitación a cerrar un periodo productivo. Sólo un participante obtiene el premio en efectivo, pero quienes trabajan en serio obtienen una obra más o menos terminada, lo cual resulta un logro importante.
Lo anterior no impide que haya poetas que encuentran relativamente pronto su verdadera voz, como Saint John-Perse (1887-1975), quien lo hizo desde Imágenes para Crusoe (1904), su primera obra. En su caso, la producción entera constituye un ciclo formado por libros que conservan su unidad en el conjunto, sin importar el momento en que los escribió el poeta caribeño.
En cambio, otros poetas deben recorrer varias etapas antes de cantar con voz propia, como en César Vallejo (1892-1938). De los inicios modernistas y los hallazgos de Trilce (1922) a los Poemas humanos (1939) hay una evolución impulsada por el cierre y apertura de ciclos en los que su poética adquirió rasgos propios.
Todo escritor sabe que, para no eternizarse revisando y corrigiendo borradores, los textos se abandonan al entregarlos al editor que los transforma en libros. Un servicio de los premios consiste en contribuir a cerrar ciclos y no sólo en reconocer la calidad del trabajo poético. Motivan a poner punto final a un trabajo interminable. Y a iniciar uno nuevo.