Escribir un adjetivo para calificar la nueva película de Aki Kaurismaki sería cae en las prácticas que llevan a cabo muchos críticos movidos por el afán de mostrarse impresionados (Ibacharre, o como se escriba) por cada película nueva que sale. Otro día llegará el momento para hablar del asunto, por ahora no queda más que entrar al mundo de Fallen Leaves (2023) desde la misma sobriedad que propone. Tarea harto difícil, como decían los decimonónicos, tomando en cuenta que uno tiende al barroco y a las frases retorcidas, a la repetición y a la digresión, sin que pueda evitarlo.
Kaurismaki presenta otra película en donde vuelve a ofrecer una composición de su estilo inigualable, el mismo de El otro lado de la esperanza (2017) o Contraté un asesino a sueldo (1990), para contar una historia de amor (¿qué historia no lo es?) sobre una mujer, Ansa, soltera, con un trabajo en un supermercado, que una noche al salir con sus amigas se encuentra con Holappa, un alcohólico, trabajador de una fábrica. La historia podría quedarse en eso: al principio intentan salir, van al cine, tienen una cena romántica, y después Ansa decide alejarse cuando descubre que Holappa bebe demasiado. Tal vez si la hubiera contado otro director menos avezado en la sencillez de la puesta en escena, habríamos visto un trabajo meloso y un poco chocante, pero Kaurismaki, poseedor de un estilo que combina la sobriedad con la comedia sutil, no negra, sino intelectual, agria, consigue imprimirle una visión que difícilmente podría replicarse.
En el estilo es donde Kaurismaki consigue elaborar una película con la que uno como espectador se identifica. Hay una sensibilidad que remite a la ternura impregnándolo todo de una manera contrastante con los ambientes y las situaciones, frías, desesperanzadoras. La risa, así, la acompaña una sensación de pesar. Esa es quizás una de las características que más disfruto del cine del director nórdico, la contradicción, la ironía, el rostro inescrutable al interior de un bar de Helsinski. Sin duda, aunque parezca una historia sencilla, solo es la fachada; en su interior existe un afán por llevar a sus límites las miserias y esplendores (como diría Balzac) de la vida obrera, pero no con victimismo, sino con el sutil trazo del humorista.