Debajo de mi lengua habita un alacrán
Debajo de mi lengua habita un alacrán. No sé cómo entró ahí, ni me importa. ¿Por qué he de molestarlo si yo mismo soy un pedazo de carne en el paladar de la tierra? Si escogió mi boca como cueva, allá él. Alacrán amarillo, casi transparente. María, la vecina, no volvió a cenar conmigo cuando vio salir de mi boca su cola como espada. Por eso, mientras como o bebo agua, trato de hacerlo de manera correcta: despacio y sin prisas. Pero a veces se me olvida por culpa de la vida acelerada que llevo. Estoy seguro de que encontraré la manera de detener a tiempo mi dentadura impertinente cuando sienta su cuerpecito duro entre la masa del aporreadillo y la tortilla. ¿Cómo evitar la pequeña tragedia? Por las noches, cuando el pueblo duerme y yo no puedo hacerlo debido a mi trastorno, el animalito se apiada y clava su aguijón en la punta de mi lengua para depositar dos gotitas viscosas que corren por mi cuerpo y en unos cuantos segundos quedo completamente adormilado. Durante el día, en la calle o en el trabajo, los monosílabos y las gesticulaciones han sustituido a las extensas conversaciones que caracterizaban mi personalidad. Me he percatado que algunos me miran con extrañeza e incluso hasta con horror. Pero esto no seguirá por mucho tiempo, porque presiento que mi estimado huésped, compadecido por este nuevo malestar, alguna de estas noches suministrará totalmente su fluido letal.
Escupitajos de ángeles
No sé porqué me da miedo cuando salgo a caminar bajo las primeras lluvias del año. ¿Será que me estoy volviendo viejo e intolerante? ¿O, ya las noticias de cada día me están afectando al grado de quebrantar mis nervios? No lo sé. Por ejemplo, ayer no fui a trabajar porque empezó a llover. La verdad, no llovía tan fuerte; pues las ramas de los árboles no se doblaban del todo ni las personas apresuraban su paso. Aun así mandé un whatsapp a mi jefe pretextando un dolor de muela, que por recomendación de mi dentista debería quedarme en casa y realizar constantemente enjuagues bucales con bicarbonato y agua oxigenada. Pero es que estas lluvias empiezan así, como escupitajos de ángeles que desembocan en una lluvia torrencial. Cada vez que volteo a ver el paraguas negro que cuelga detrás de la puerta de mi cuarto me da la impresión de estar viendo una extraña ave que espera con anhelo el vuelo. Mejor quedarme aquí, en este cuarto frío de paredes sucias y cortinas deshilachadas. Me queda poco saldo en mi celular para mandar otro mensaje a mi jefe. Seguro que se pondrá furioso cuando le escriba que la muela continúa inflamada, que mi dentista insiste en los enjuagues y el reposo, que para mañana es seguro la suma de los activos de la empresa; pues la muela habrá dejado de ser una molestia. Pero yo sé que no, porque continuaré con mis enjuagues mientras siga lloviendo y con la desesperante figura detrás de la puerta en los días póstumos del recibo de luz vencido. Mejor quedarme quieto detrás de esta ventana, aunque los vecinos de enfrente empiecen a murmurar y la patrulla de la zona sea más constante en esta calle. Porque no vaya ser la de malas que los ángeles, obstinados en su escatología, encuentren la manera de transformar el agua en fuego.