Fue hace ya algunos otoños con hojas secas, amarillentas y desparramadas sobre el asfalto cuando Meño escuchó la profecía del fin del mundo por primera vez. Una de las tantas historias de los innumerables apocalipsis que la raza humana ha ideado, difundido y temido.
Todos los días, mientras el incruento sol tostaba la melanina y epidermis de los párvulos despreocupados que jugaban, y se nutrían con vitamina d y cáncer de piel después de un no tan agotador día de clases, Meño iba a la catedral para ver si lograba ver a la hormiga apocalíptica dar aunque sea un diminuto, pero significativo y atemorizante paso.
Sin participar en los juegos infantiles de los otros niños, oyendo siempre las carcajadas de una felicidad cercana pero inalcanzable que le resultaba ajena y hasta exclusiva, se sentaba bajo la sombra de un mezquite de corteza quemada que de cuando en cuando dejaba caer sus vainas (también llamadas mezquites). Meño las recogía a puños y las saboreaba con lentitud, acariciándolas con su lengua, imaginando que se trataban de tamarindos que lo ayudarían a mitigar el hambre.
Con la boca llena de mezquites que horas después seguramente le provocarían dolor estomacal, se recostaba con la mirada fija en la hormiga roja apocalíptica, concentrando su atención de manera magistral en el objeto de su interés mientras se hacía de oídos sordos para ignorar los infantiles pero lacerantes insultos de otros niños, improperios que le recordaban constantemente que no pertenecía al grupo ni le simpatizaba a los otros mocosos por razones probablemente desconocidas o seguramente ridículas e irrelevantes.
Se sentía identificado con la ingénita hormiga roja apocalíptica y solitaria, y desde la sombra que le regalaba el mezquite, mascando vainas que cuando dejaban de ser tamarindos se convertían en guisantes como los que su difunta madre le cocinaba antes de enfermar; observaba con dedicación científica la torre de la iglesia que habría de señalar el fin de los tiempos cuando se completara la ascensión.
Y es que según la leyenda que escuchó cuando el otoño aún no arrebataba la vitalidad a las flores ni adelgazaba los cabellos de su madre al punto de hacerlos caer, en la Catedral de los Santos Apóstoles Felipe y Santiago, de su no natal Azcapotzalco (lugar de hormigas), la hormiga roja marcaría el ineludible final de los tiempos.
¿Por qué o cómo fue que semejante responsabilidad recayó en tan diminuto insecto eusocial? Culpen a los habitantes de Anáhuac, quienes tomaron la hormiga roja como su insignia para recordar (o al menos no olvidar) el descenso de Quetzalcóatl al Mictlantecuhtli y su regreso heroico, mismo que solo fue posible, según el códice y las leyendas, gracias a que la serpiente emplumada cambió sus impenetrables escamas por la fragilidad y fuerza descomunal de una hormiga común que habría de alimentar a sus hijos con maíz.
Según los locales que para Meño siempre fueron extranjeros, la hormiga, emulando a Quetzalcóatl, subía cada año un poco, y cuando por fin alcanzara el campanario, el tiempo de Meño, el tuyo, el mío, y el de los párvulos groseros y excluyentes terminaría para dar paso a la nada.
Desde que escuchó la historia, Meño examinaba a diario la posición de la hormiga con relación al suelo, aparentemente temeroso de que la hormiga roja apocalíptica y solitaria cumpliera su empresa, secretamente impaciente de que llegara a su destino.
Cada día, después de la escuela, cuando la mayoría de los niños iban a casa a ser alimentados por padres sino amorosos al menos responsables, Meño escapaba a la catedral y medía a la distancia, con ayuda de sus dedos, la altura a la que se encontraba la hormiga, escuchando esporádicamente voces de locales y turistas que sin sustento ni previas mediciones aseguraban que la hormiga había subido cerca de 3 centímetros desde su última visita.
Pero aunque pudiera emocionarle, nadie sabía mejor que Meño que la hormiga no solo no subía, sino que incluso parecía retroceder, y no por conmiseración a la raza humana o miedo al apocalipsis, sino por un deterioro natural del suelo que provocaba el paulatino y casi imperceptible hundimiento de la catedral.
A veces, la impaciencia párvula, sumada a la inocencia, hambre y permanente hastío eran tales, que Meño pasaba su irrecuperable tiempo saltando frente a la catedral, invocando a Cabracán en cada salto para que le concediera a sus amoratadas y raspadas piernecitas desnutridas y descalzas el poder de un terremoto que tirara el campanario junto a la hormiga roja, que parecía no tener intenciones de avanzar a su destino.
Esto poco o nada aportaba a sus posibilidades de integración social. Desde que lo vieron saltar en medio de gritos desesperados a Cabracán, los mocosos, además de inficionar el oído de Meño con mefíticas palabras expulsadas para atravesar el corazón cual filoso puñal de obsidiana; lo juzgaban y señalaban como el loquito de la calle, el saltarín del fin del mundo, el huérfano demente devora vainas que platicaba con hormigas inmóviles hechas de pintura.
Meño solo se enfurecía y trataba de aislar su mente de los insultos, saltando cada vez con más fuerza frente a los niños que convulsionaban con estridentes carcajadas mientras él imploraba a Cabracán que le concediera las fuerzas necesarias para ayudar a Quetzalcóatl a llegar al campanario, y amenazaba a sus agresores advirtiendo que el próximo salto haría retumbar hasta el más recóndito rincón de la tierra por más sólido que fuera.
Entonces dejaría de escuchar a los inocentes pero hirientes mocosos, dejaría de extrañar a su mamá y de preguntarse por el paradero de un papá cuyo rostro nunca contempló, ya no tendría que comer más mezquites, ni lidiar con el dolor de panza, ni enterrar sus descalzos pies bajo la tierra húmeda para acelerar el entumecimiento que fungía como única tregua ante el dolor.
Y un día, y para sorpresa de todos, después de muchos insultos, carcajadas, vainas devoradas y enérgicos saltos imperceptibles para la raza humana pero devastadores para las hormigas que “comadrean” expulsando toxinas desde su mini laboratorio torácico, por fin sucedió.
Faltaban unos días para que el otoño regresara a desterrar momentáneamente de su trono al verano, en la plaza que rodea la catedral podían observarse los mismos caminantes genéricos de siempre alternando rostros y cambiando nombres, párvulos maleducados con las bocas chamagosas y los pantalones raspados, y frente al campanario, también se le podía ver a Meño saltando con todas las fuerzas de sus desnutridas, amoratadas y raspadas piernas descalzas.
Previo a la aparición de las luces triboluminiscentes, las grietas viejas en el suelo comenzaron a extenderse como estrías en la piel. Alguien a la distancia tuvo que auxiliar a un anciano delgado y jorobado que creía haber sufrido mareos por una disminución en la presión sanguínea.
Un par de enamorados se sujetaron con extrañeza a las bancas de hierro rechinante donde conversaban y se hacían eventuales tocamientos.
Los feligreses salieron corriendo de la iglesia tras escuchar sonoros crujidos provenientes aparentemente del infierno.
Las avecillas volaron asustadas de los árboles que parecían querer arrancarse desde sus profundas raíces para huir de la pugnaz sacudida que los agitaba, arrojando con vesania cientos de mezquites al suelo donde los vendedores de elotes se aferraban a sus puestos de lámina, que se movían cual nave sin vela, navegando sin más control que el de la violenta voluntad de la marea.
Aparentemente Cabracán por fin escuchó (o las leyes de la probabilidad simplemente actuaron con normalidad pese a lo posiblemente increíble de la coincidencia), y como reza el bélico himno que sin consciencia el resto de los niños eran obligados a cantar los lunes por la mañana, “retembló en sus centros la tierra”.
El campanario de la catedral, junto con la perezosa hormiga roja apocalíptica y solitaria que había tratado de postergar su fatídico destino por conmiseración a la raza humana o miedo al fin de los tiempos, cayeron en un rápido descenso que sepultó entre sus escombros a un niño gritón que saltaba como loco frente a la catedral invocando a uno de los hijos de Vucub Caquix.
Con el paso del tiempo, la catedral fue remodelada. Los lugareños aún recuerdan con exactitud la fecha por la decena de muertos que el terremoto dejó. El campanario fue remodelado, y la hormiga reubicada, esta vez, un poco más abajo para retrasar el inexorable fin de los tiempos.
Las voces de los locales y los turistas aseguran sin sustento que durante el terremoto, la hormiga ascendió con velocidad varios metros para evitar un retorno involuntario al Mictlantecuhtli, lo que reforzaba la necesidad de hacerla retroceder.
Pero el impaciente Meño sabría la verdad si todavía pudiera comer vainas verdes bajo el mezquite donde acostumbraba quedarse dormido cuando el dolor de panza cedía y los pies por fin se le entumían.
Sabría, desde la fresca sombra donde se escuchaba tan cercana pero inaccesible la felicidad, que la perezosa hormiga, cual omnímodo dios sordo, vio el derrumbe del campanario sin inmutarse, cayendo sobre la paupérrima constitución física de un inerme, pero satisfecho Meño que vio cumplida (al menos para él) la profecía de la hormiga roja.