¡Viola!, gritábamos y en la cancha todo se detenía; alguien había roto las reglas del juego. Para los niños no nada hay más importante y serio que jugar. La pena consistía en entregar el balón al contrincante. Demasiado, aunque solo vayas perdiendo por un punto, pero también si vas ganando porque no quieres perder la más mínima ventaja. Una violación tenía consecuencias muy graves.
Cualquier deporte sirve para educar al cuerpo en el esfuerzo físico y a la mente en el respeto a las reglas para jugarlo. Teniendo buenos maestros, el ímpetu juvenil y cierta regularidad aportan los elementos necesarios para formar jóvenes dispuestos a competir con todas sus fuerzas, sin hacer trampas y aceptando el resultado del juego. Tal vez porque, más que para ganar o perder, jugábamos por disfrutar el movimiento controlado y enérgico.
Victoriosos y vencidos obteníamos un beneficio que en los más aptos significaba jugar cada vez mejor; los demás aprendíamos que no se puede tener todo en la vida, pero vale la pena intentarlo. Nadie sentía ni pensaba o creía perder el tiempo al esforzarse de esa manera.
También importaba mucho conocer bien las reglas del juego para evitar malentendidos, sobre todo cuando algunos empezábamos a incursionar en otros juegos de índole social, donde se despliegan habilidades diferentes a las físicas. Después de aprender a pedir las cosas por favor y dar las gracias al recibirlas, supimos que decir “mucho gusto” cuando nos presentaban a alguien tenía la mayor importancia, aunque esa persona no despertara en nosotros la menor simpatía.
Se trataba de convivir pacíficamente, aceptando que había diferencias aun en las más grandes afinidades y que podíamos coincidir con quien nos cayera más gordo; acercándonos a unos y alejándonos de otros sin preguntar por qué se daban las cosas de esa manera.
Las preguntas aparecieron poco después, a medida que perdíamos otras inocencias, por decir que no siempre aprendíamos cosas gratas. Antes nos raspábamos las rodillas y los codos; ahora sentíamos las enseñanzas de los mayores como imposiciones contra nuestros deseos; deseábamos lo que la hora y el día presentaran a nuestros sentidos hipertrofiados por la pubertad.
En algún momento, con talante variable según la experiencia personal, caímos en la cuenta de que habíamos abandonado la infancia. Los deportistas mejoraban su desempeño; los mejor dotados se convertían en monstruos musculosos; otros nada más nos estirábamos más rápido que nuestros pantalones. De uno u otro modo, todos habíamos cambiado; tíos y abuelos lo proclamaban. ¡Cómo has crecido! Y discutían si tenía los ojos de fulano, la cara de zutano, el cuerpo de mengano cuando tenía tu edad.
Había sin embargo cambios invisibles o no tan evidentes, como los de la personalidad, los de la forma de ver y entender las cosas. Y no veíamos ni entendíamos más que lo inadecuado de nuestro lugar en el mundo de los adultos, hecho sin consultarnos, tratando de justificar los errores con el cuento de que lo hicieron por nosotros.
Y así también de acuerdo con las experiencias de cada cual, adquiríamos responsabilidades como una enfermedad o como un nuevo juego, en el que los premios consistían en mayores responsabilidades. Cómo se despiertan en los pechos apenas ayer infantiles intereses diferentes de los que abrigaron hasta ese entonces ha motivado muchas novelas y películas, estudios académicos y chistes de todos los colores; teorías y prácticas educativas más o menos exitosos o fraudulentos.
En esa metamorfosis, la carga de las responsabilidades nos llevó muchas veces a defender lo que ayer cuestionábamos, lustros antes de echar las primeras canas. Al mismo tiempo, si todo iba bien, salíamos adelante. Pero ya estábamos suponiendo y dando por sentadas muchas cosas.
Una parte muy importante de convertirse en adultos consiste en ponerse de acuerdo en las diferencias considerándose iguales en obligaciones y derechos. En condiciones normales, cada sociedad tolera y asimila las posibilidades de romper las reglas de los juegos en que participan sus diversos grupos, incluyendo las artes y la ciencia.
Pero cuando parecía que el miedo al mítico año dos mil había quedado lejos, pandemia, guerra e inflación destruyeron la frágil normalidad en todo el mundo. El calentamiento global hace más apocalíptico el panorama. Y por si no bastara, la pareja tóxica de populismo y polarización completan el escenario en el que los más iguales enjuician a los cada vez menos iguales, para instaurar en ciertos países el reino de los honestos y los justos.
Los datos demográficos indican que estamos viviendo el final de un mundo con niños y el nacimiento de uno sin futuro. Cabe considerar a la infancia como un derecho seriamente amenazado por un mundo que los obliga a madurar a golpes, igual que el rudo labrador con la fruta de plaza, dijo Martí.
A menos que sigamos haciendo lo que consideramos correcto.