Nigra sum, sed Formosa filia
del Cantar de los Cantares
Desde el interior del dispensario, la vi a través de la ventana, parada en la fila de pacientes, sobresalía de entre todas las mujeres que se acercaban buscando atención dental gratuita. Esa vez, mi desfachatez no tuvo límites, previendo que el azar no me concediera la suerte ser el elegido para atenderla, salí momentáneamente del improvisado consultorio, para decirle frente a los demás que abandonara la hilera y se pasara directo. Nadie reclamó mi insolencia, sin embargo, pude percibir una tensión incomoda, no sólo de los pacientes sino también de mis compañeros: un grupo de apenas estudiantes de Odontología, haciendo nuestro servicio social en el puerto de Coatzacoalcos.
Ella necesitaba una amalgama; había que trabajar rápido debido a la enorme cantidad de pacientes, no obstante, con ella me tomé todo el tiempo posible, a despecho de las miradas inquisitivas de los doctores en ciernes y hasta de las asistentes. Luego de hacerle mil preguntas acerca de su persona, aceptó ser mi guía para ir a conocer el lugar más bonito del puerto, fue así como logré sacarle una cita en el embarcadero para que me llevara a conocer el Faro. Me hizo esperar casi una hora, pero llegó, y eso me condicionó un estado parecido al sueño. Nos sentamos en un pastizal muy bien cuidado. La vista era espectacular, desde ahí se dominaba la inmensidad del golfo, ese mar por el que siglos atrás llegaron los conquistadores. Yo iba justo en ese plan, conquistar a una nativa de belleza inaudita, en la hora libre que me quedaba antes de reanudar la jornada de mi servicio social adelantado.
Dejó que la besara, pero sus labios permanecieron cerrados al contacto de los míos, como si mi atrevimiento no le hubiese causado mayor respuesta que una quietud desconcertante. Me recosté apoyado en mis codos, vencido, al no haber conseguido lo que deseaba. Mirando en lontananza, resignado de mi fracaso, de pronto, sentí como su boca se acercó a mi boca, y su lengua se abrió paso para enredarse con la mía. Si besar es placentero, lo es más, que te agarren desprevenido y te besen con tal osadía. Medio repuesto del sorpresivo ataque, le pregunté cómo era posible haberme dicho que nunca nadie la había besado. ¿Entonces, esa forma de besar? Me dijo que la había aprendido viendo telenovelas, lo afirmó con tal convicción, que le creí.
Era tan bella que me contó de su designación como edecán para el festejo del día de la Marina, era la primera vez que se celebraría fuera del puerto jarocho, con la presencia del entonces presidente José López Portillo.
Fue la única mujer que conocí a la que miraban no sólo los hombres al paso, sino hasta las mujeres se admiraban de su belleza y de su porte. Su piel rayaba en la negritud, de figura perfecta, no era propiamente voluptuosa, pero de líneas y proporciones ideales como si de una bailarina de rituales africanos se tratase.
A partir de ese día le dediqué todo mi tiempo libre. Por las noches me acompañaba al restaurante donde me abonaba en ayuntamiento. Los demás, al ver nuestros arrumacos, creyeron que estábamos enamorados. La vez que fuimos solos a la playa, me quedé con las ganas de verla desnuda, quizá porque nunca pasamos de los escarceos propios del noviazgo, ella adivinando mis intenciones, se entretuvo taponeando los pequeños resquicios de la rejilla del vestidor con su ropa.
El día de la despedida en la terminal de autobuses, le juré que volvería. Pasado un mes le redacté una carta que nunca supe si llegó a leerla. Luego, la vida me llevó a otros puertos y a otras circunstancias. Nunca volví a Coatzacoalcos, a estas alturas, no sé si tenga sentido ir a buscar a la mujer más hermosa que conocí.