Hace unas semanas, el escritor Juan Villoro se sumergió en una historia bizarra del arte mexicano en su artículo “Anillo de compromiso”. En verdad, una intriga digna de la mente de un narrador fantástico: la extracción de las cenizas de Luis Barragán Morfín de la rotonda de los jaliscienses ilustres, para convertirse en un anillo de compromiso. Proyecto de la artista plástica norteamericana Jill Magid, en un show gótico mediático, por su intento de recuperar el archivo del famoso arquitecto.
Sin duda, la anécdota posee los tintes de narraciones que me agradan: es macabra, surrealista y llena de obsesiones. Sin embargo, desde años atrás quería escribir la vida de Luis Barragán. Ya fuera como libro, al estilo de mi obra de Frida (The secret book of Frida Kahlo, 2012) o novela gráfica. Las razones eran muchas, pues con este nuevo epílogo, remataba una vida llena de misterios y secretos que pocas veces se habían analizado con detenimiento. Como si detrás de su biografía, hubiera un ordenanza para callar datos y eventos, dignos de la mejor teoría de conspiración: Luis Barragán fue un enigma en si mismo.
Nacido en una familia adinerada de Jalisco, Barragán estudió Ingeniería Civil en la Escuela Libre de Ingeniería de Guadalajara. Desde ahí, comienza la extrañeza de mi parte. ¿Cómo el arquitecto más visual y sensible de México posee una educación técnica? Desde luego no es difícil responder eso: ya tenía el don de crear escenas oníricas con el espacio. En pocas palabras, era un artista nato y su educación le ayudó a saber como pegar tabiques, literalmente.
De ahí, comienzan preguntas y más preguntas, que durante años me han rondando. Era obvio que no necesitaba trabajar, pues sus viajes por Europa eran su prioridad antes de su labor de campo. Cuando regresa a México, influenciado por las obras medievales españolas y los jardines surrealistas italianos del Barroco, es que aplica lo visto en su obra. Que dicho sea de paso, es apenas un pequeño listado que podríamos enumerar con los dedos de las manos.
Y aunque descubrimos rasgos de la genialidad plástica que le ameritarían la máxima presea en arquitectura, el premio Pritzker 1980, estas primeras casas en Guadalajara y la Condesa, México, están lejísimos de ser un paradigma del arte. Es hasta que Luis Barragán se mete en un oscuro y dudoso negocio millonario de bienes raíces, en el Pedregal de San Ángel, y su encuentro con el arquitecto Max Ludwig Cetto, que la revolución de los muros comienza.
Algunas de su obras arquitectónicas que pasarán a la prosperidad por el juego de luces, sombras y colores serán Las Arboledas, el convento de las Capuchinas Sacramentarias, su casa en Tacubaya y la famosa casa Gilardi, de las pocas que aún sustenta su fachada rosa devorada por los árboles de la colonia San Miguel Chapultepec. El resto, destruidas por los mismos dueños. Se dice que le dieron el premio Pritzker por las fotos de sus obras, pues casi no había ninguna en pie para ese entonces.
Pero mi inquietud venía de su vida personal, pues estoy seguro que en el arte, las raíces culturales, religiosas, formas de vida e ideologías van cincelando a los creadores. Y es su ambigüedad sexual la que me interesaba, pues hasta ahora, muchos aseguran que no era homosexual, cuando hay indicios de que mantenía en secreto su condición por miedo al señalamiento en la alta sociedad de Jalisco y su familia.
Pero no solo es la inclinación sexual reprimida, sino aunada a que era extremista religioso digno de la más conservadora derecha católica lo que le da un toque aún más enigmático. Una anécdota cuenta que el enorme cristo colonial que adornaba su cuarto algunas mañanas amanecía tapado por una sabana que él mismo colocaba. Solo puedo pensar que se sentía en pecado al tener relaciones consideradas pecaminosas. Esa culpa lo perseguiría toda su vida, reflejando “su debilidad” en esta colección de muros vacíos que asemejan mucho a conventos para recluirse y orar.
Hace años, comiendo con mi abuela Ana María Correa, amiga cercana a Luis Barragán por haber sido ella misma de esa elite de pudientes de provincia, le platiqué de mi obsesión por el arquitecto. Ella me narró: “Luisito siempre escondió que era gay. Yo muchas veces fui su tapadera en fiestas. Siempre llegaba con muchachas guapas, pero salía de esos lugares con chicos. Pero que no lo reconocieran, para que nadie se enterara”. Esa frase me ha rondado por más de 30 años. Pienso en la culpa que sentía este elegante y letrado personaje, trato de imaginar cómo volvió esos muros toscos, desnudos y sencillos en la búsqueda del perdón de un dios que le miraba cada mañana en sus cielos color bugambilía.