Acábatela y déjala por allí a la mano donde la veas. Luis arrastró las palabras cuando me pasó la botella casi vacía. Somos menos pero a ninguno le vamos a tener lástima. Yo que no podía completar un equipo para las retas del llano sabía bien lo que era ser menos así como sabía que nadie nos iba a tirar el paro: a los que no les robó Luis les debía algo. Por eso cuando vi tantos bajándose de la camioneta en vez de correr pensé en el fierro que sabía que guardaba hasta mero arriba del ropero, allí atrasito de unas colchas viejas que nunca tiró mi mamá, y nosotros menos íbamos a tirar desde que volvió a las andadas y se la llevaron. Su disgusto siempre fue que no le dijeramos papá a Luis, pero nosotros ya teníamos uno y lo único mejor que él era que a este si lo veíamos.
La primera vez que vi aquel fierrito encima del ropero se me hizo mucho y al mismo tiempo tan poca cosa, era muy cortito pero se me figuraba como un animalito venenoso que no hacía falta que te picara para saber cuánto daño podía hacer, la cosa era dejarlo allí en paz y todos felices. Yo creo que por eso ya no me dio curiosidad de volver a treparme para mirarlo. Pero el Neza sí y se alucinó desde el día que se me ocurrió enseñárselo porque jamás había visto uno de a deveras, y eso que ya tenía trece. Yo que nada más le llevaba dos años ya había visto también el del Torri, lo traía todavía en la mano cuando cayó muerto en la esquina de la cuadra. O el que cargaba el Cuano en la moto cuando salía a pasear. Así era el Neza, si se le metía algo por entre las cejas se le quedaba clavado allí adentro y ni cómo sacárselo. Yo creo que por eso nunca parecimos hermanos. Lo único que no podía meterle en la cabeza era que se pusiera con nosotros para el equipo del llano, no le gustaba el fut. Lo suyo eran las camionetas, los asaltos, las películas donde la raza se volaba la cabeza de un balazo. Nunca le pregunté si quería ser asaltante o policía, yo me imaginaba que mientras tuviera un fierro entre las manos eso le daba igual. Después de que se lo enseñé no pasó un solo día sin que me pidiera que lo calaramos con los gatos chillones que se paseaban por el baldío de al lado, pero yo le decía que no, que si Luis nos torcía era capaz de ponerse a practicar tiro al blanco con nosotros. Luego me puse a pensar y fue cuando se me ocurrió el trato: Calamos el fierro con los gatos pero solo si le entras al equipo. Ni se lo pensó dos veces, ¡zaz!, y yo todavía pensando qué inventarle para convencerlo. Aunque a mí más bien me parecía que si se lo estrellaba en la cabezota a uno iba a hacerle más daño que si le jalaba para ver cómo tronaban esas balitas chatas que traía cargadas, chatas como los deditos de la Nancy, porque el fierro de veras era pesado, así, igualito que ella. Es que la única que la aguantaba era mi mamá, a lo mejor porque se llamaban igual, pero ahora entre puro felón la pobrecita no hallaba ni a quien irle. Luego se aplacaba cuando Luis la dormía con él. Y no es que dejara de ser pesada pero como que algo le decía de noche que amanecía toda atontada y así duraba uno o dos días, como si se apagara por dentro, luego lloraba mucho o se ponía como fiera y otra vez nadie la aguantaba hasta que mi mamá se ponía buena la dejaban salir.
Ya iba yo por el fierrito ese cuando Luis me pescó del cuello: Cierra bien la puerta y ponte trucha porque si veo que te ponen una mano encima, yo te voy a poner las dos cuando se vayan y no te la vas a acabar. No era la primera vez que me decía eso. Una vez desmayé a golpes al pelón de la vecindad, Si no se la partes entera, yo te la voy a partir a ti hasta que aprendas a cerrar bien los puños, pero más que miedo por lo que me fuera a hacer me dio mucho coraje que el pelón fuera de chilletas con mi mamá por lo de los tazos. Yo sabía bien que lo hizo porque se los gané a mano limpia y como nunca supo perder no le quedó de otra que chivatear. Y todavía me daba más coraje que Luis anduviera metiendo sus narices en lo que no le importaba siendo que vivía con nosotros de arrimado y él ni un refresco arrimaba a la mesa. No sé de dónde agarré tanta fuerza porque medíamos lo mismo, a lo mejor el pelón un poquito más, pero en un descuido lo pesqué con las dos manos por el cuello de la camisa y lo azoté contra la barda, luego fue a dar al suelo todo mareado. Sin pensarlo dos veces me monté encima, le trabé los brazos con las rodillas y le di a puño limpio en la cara hasta que a mi me ardieron los brazos y a él no le quedó ni un diente. Por entonces no sabía que Luis guardaba aquel fierro arriba del ropero porque no hubiera dudado un segundo en alcanzarlo y pegarle de tiros entre los pies al pelón para que ahora sí fuera de chilletas, y los que sobraban se lo tiraba a Luis donde le cayeran por metiche.
Ni bien cerré la puerta vi que el Neza corría con la Nancy para el cuarto del fondo, el del ropero. Cuando volteé los primeros en bajarse ya estaban encima de Luis, pareció que brincaron desde la camioneta porque cuando quise buscar el envase ya traía a uno en la espalda que me tiró a la banqueta. Azoté duro y pensé que allí había quedado, como el pelón, que me iban a llover patadas hasta que no tuviera dientes. Pero no, fue un solo manotazo el que me pegó en la cara nomás para atontarme. Iban a lo que iban porque a Luis si le llovió y feo. Entre cuatro lo amansaron hasta que pudieron y hubieran seguido hasta matarlo si no es que truena el primer tiro. Más tardaron en pensar si había sido un balazo o un petardo que en lo que tronó el segundo. Nomás vi que corrieron todos agachados y fue la única forma que nos dejaron porque pronto me soltó el que me tenía contra el suelo y así como brincaron para abajo brincaron para arriba de la camioneta y se arrancaron en primera. Cuando me levanté y vi a Luis tirado era poco menos que un bulto de carne molida bañado de sangre y tierra. Todavía respiraba pero le costaba jalar aire. Ni siquiera me puse a pensar si iba a alcanzar a que lo levantara una ambulancia porque oí que se abrió la puerta, era la Nancy. ¡El Neza! ¿¡Dónde está el Neza!?, y pensé que le había gritado muy fuerte porque rápido se quebró en berridos pero luego me enseñó las manitas todas rojas y entonces supe que ahora íbamos a ser todavía menos.