3, 2, 1… luces, ¡acción! —suena en la oscuridad.
Se abren las cortinas del escenario donde sólo hay una silla con asiento de mimbre tejido y hecha con gruesos alambres negros.
Del lado derecho sale un señor vestido y con sombrero como si fuera Chicago a mediados del siglo XX. Camina a ritmo normal y se sienta en la silla. Una luz cenital hace que su rostro quede oscurecido por el sombrero. Cruza la pierna derecha sobre la izquierda y mira a la concurrencia. Varias veces parece que va a hablar, pero se detiene abruptamente.
Del lado izquierdo sale una mujer con un vestido claro de la misma época. Lleva un revólver en la mano derecha. En cuanto llega junto al hombre dice cariñosamente:
—Hola, amor.
Apunta a la sien y dispara. Sangre y sesos vuelan cubriendo el suelo de madera. El hombre cae de frente. Ella toma asiento, cruza la pierna izquierda sobre la derecha y mira a la concurrencia. Gesticula varias veces e intenta hablar. Desiste y cruza los brazos. Mira desafiante a los espectadores.
Una niña aparece por la cortina de detrás. Está vestida como las infantas en los 60s. Sostiene con ambas una pequeña pistola que, a pesar de su tamaño, parece pesarle. Llega atrás de donde está la mujer y dice dulcemente:
—Hola, madre.
Levanta el arma y dispara a la cabeza. La mujer cae hacia adelante regando restos sanguinolentos por doquier. La niña toma la silla y la arrastra para ponerla frente a los dos cadáveres. Se sienta en ella, recorre con su mirada, de lado a lado, a los espectadores. Finalmente mira de frente, ofrece la pistola y dice con voz inocente:
—¿Algún voluntario para continuar la historia?
La concurrencia guarda silencio por algunos segundos antes de que varios se precipiten al escenario a luchar por el arma.