«¿Sabés qué es lo malo del juego del muñeco de trapo?», dijo el niño desde la rama de un cupesí en el centro del parque. «Que es muy rápido», arriesgó el hombre. «…Y que con más de dos jugadores en la pantalla ya es pura confusión», se metió un poco de helado a la boca, apretó los ojos y arrugó la nariz. «¿Qué pasa, papi?», preguntó el niño. «Es que no me gusta el sabor de la cucharilla de palo». Después de oír esta respuesta, el niño se hizo la burla entrecerrando los ojos y haciendo saltar sus hombros —ya que tenía la boca llena de helado y no podía reír—. «A mí no me da asco, como a vos», dijo, mecía un poco sus piernas, suspendidas en el aire.
El hombre se quedó mirándolo contra ese fondo de hojas perforado por el atardecer. Una sonrisa creció muy lento en su rostro mientras que el niño raspaba su helado con la palita de madera. «Pero…, papi…, no es eso lo que me molesta del juego. O sea, a mí me gusta harto, ¿ya?, pero quisiera que al muñeco se le pudiera poner disfraces de animales desde el principio, no que tenés que pasar un montón de niveles para que te den los mejores trajes».
El hombre se quedó pensando, con los ojos cerrados —la luz tibia y los diversos silbidos de los pájaros tenían un efecto tranquilizador sobre su mente—. Cuando los volvió a abrir pudo notar que una mujer estaba cruzando el parque por el circuito para ciclistas —ella no iba a tardar mucho en pasar cerca del árbol—. «¿Sabés qué podemos hacer?», dijo el hombre. El niño arqueó las cejas sin dejar de raspar la masa helada en su vasito. La mujer seguía acercándose y el hombre se apresuró a decir: «Esos juegos de Play tienen trucos. Voy a buscar los códigos en internet. Vas a tener los disfraces que querrás, desde el principio». Se metió helado a la boca y se quedó mirando al niño. Este abrió grande los ojos: «¿En serio, papi?». El hombre asintió, triunfante, sin conseguir tragar lo que se había metido. «¡Yupi!», gritó el niño y sostuvo la palita entre los dientes para hacer un baile con las manos.
Al verlo así el hombre recordó lo que había sido el mundo alguna vez, cuando solo existían el helado, un videojuego y un parque con muchos árboles, el mundo de su niñez, el de las vacaciones de verano de 1990.
Se metió tan a fondo en las emociones suscitadas por sus recuerdos que se olvidó de la mujer por un momento. Cuando volvió a buscarla se dio cuenta de que ya había pasado por su lado; la encontró detrás de él, a sus espaldas, con la mirada fija en el niño. Entonces la mujer miró al hombre, agarró su cartera con las dos manos y la apretó contra su pecho, se dio vuelta en completo silencio y empezó a alejarse rápido, volviendo el rostro cada tres pasos y dando zancadas de tanto en tanto, como si no terminara de decidir si iba a caminar o correr.
El hombre se encogió de hombros, agarró al niño por la pierna y lo bajó del árbol. Tiró los vasitos al basurero, con las palitas y lo que quedaba de helado. Empezó a caminar lento en dirección a su casa. El niño colgaba de su mano, iba de cabeza, casi rozando el pasto con los dedos; una de sus piernas —a merced de la gravedad— daba golpes contra su boca; los ojos de botones cambiando a gris a la par del cielo.